Freud dice que hay tres acciones/profesiones imposibles: curar (psicoanalizar), educar y gobernar. Es otra manera de hablar de las imposibilidades propias de la libertad humana, que nunca llega a realizar de manera perfecta aquello que desea y que, además, nunca puede determinar totalmente la libertad ajena. Ante dicha imposibilidad, se insinúan dos salidas antagónicas: la anarquía, de un lado; la tiranía, de otro. La anarquía acepta el desorden como el único destino posible, y la tiranía plantea un poder absoluto frente a dicho desorden. ¿Cómo es posible salvar la libertad sin caer en la anarquía? ¿Cómo alcanzar una vida buena sin ceder a la tiranía?
En el relato del Gran inquisidor se aceptan ambas tentaciones. La libertad es un lujo innecesario e inútil: debemos renunciar al anhelo de la libertad para salvaguardar un espacio seguro, de autonomía y placer. La falta de libertad requiere un poder tiránico, que sea capaz de satisfacernos, de ofrecernos una vida lo suficientemente buena como para no tener que pelear por ella. Cristo calla ante el Gran inquisidor. La libertad de Cristo, su ofrecimiento supremo, su muerte aceptada, es el gesto más incomprensible para Satanás, porque expresa la plenitud de la libertad, hasta el punto de dar la propia vida en rescate por todos. La libertad de Cristo quiere preservar la libertad del hombre, para que no ceda ante los tronos mentirosos, para que se pueda re-apropiar de sí mismo, pero no con el ímpetu de lo anárquico sino con el vínculo y obediencia de los hijos.
Sería ilusorio pensar que con el puro ejercicio de la libertad humana el hombre puede producir en el mundo una obra buena:
Respóndeme, Dios mío, -grita el pastor protestante Brand en la obra de Ibsen- ¿basta toda la voluntad de un hombre para comprar un átomo de salvación? (Ibsen, Brand).
Pero también sería mentiroso renunciar a la libertad o convertirla en una quimera. Se nos ha dado una autoridad, necesaria para que haya fecundidad en nuestra vida. Debemos contar tanto con nuestra libertad como con sus límites; con nuestra pobreza como con la necesidad de la gracia. Satanás propone una lógica capaz de aniquilar esta tensión dramática, un milagro que borre la incertidumbre humana, un poder que se lleve el desorden, a costa, eso sí, de la libertad. Evidentemente, nada es como promete; justo ahí radica su mentira. En contra de su propuesta sibilina, San Pablo explica la grandeza de la vida cristiana que, en el umbral de lo imposible, en el borde de la desaparición y del sinsentido, muestra toda su fecundidad. Exactamente en el momento en el que nada parece encajar, en el que la derrota se impone como última palabra -y la tentación diabólica como la única escapatoria-, florece una vida nueva, porque “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10).
“Portamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor 4, 7-10).
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