Todavía le subió el diablo a un monumento muy encumbrado desde ahí y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y luego le dijo: todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras. Entonces Jesús le respondió: Apártate de mí Satanás, porque está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás” (Mt 4, 8-11).
En las tentaciones a Jesús en el desierto, Satanás pone a prueba a Jesús y le propone de distintas formas que renuncie a su misión. Es una aproximación sibilina, pero también una forma de verificar Su identidad y poder: “Si eres Hijo de Dios…” se repite en todos los casos. En primer lugar, le anima a convertir las piedras en panes. En segundo lugar, le anima a utilizar su poder: “Si eres Hijo de Dios, lánzate abajo, pues escrito está: «A Sus ángeles te encomendará», Y: «En las manos te llevarán, de modo que tu pie no tropiece en piedra alguna»” (Mt 4, 6). Por último, le ofrece todos los reinos del mundo, el poder terrenal, que le sería concedido si se arrodillase ante él.
Dostoievski plasmó de manera genial estas tentaciones a través de la figura del gran inquisidor, en un relato independiente insertado en la novela Los hermanos Karamazov:
Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? (F. Dostoievski, El gran inquisidor).
Las tres tentaciones establecen así tres puntos de encrucijada, tres piedras de escándalo. Todos los hombres tenemos que toparnos con ellas, y Jesús como Dios-hombre, antes que todos y por todos, tuvo también que hacerlo. La primera atañe al hambre, la segunda al límite y a la contingencia, la tercera, a la rebelión y a la desobediencia. Jesús tuvo que convivir con el límite propio de la condición humana: “Los zorros tienen madrigueras y nidos las aves del cielo; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Especialmente durante su pasión tuvo que afrontar en su propia carne estas tres piedras de escándalo. Pero la vida del hombre, que se despliega en un “valle de lágrimas”, también se encuentra constantemente con ellas.
Tres dimensiones que se inauguran en la historia a través del pecado original; la primera desobediencia trae consigo el resto de males. ¿Cómo evitarlos? La tentación diabólica pretende sustituir el plan de Dios con un orden capaz de superar las viejas imperfecciones. Pretende señalar el fracaso del plan divino, demasiado “pretencioso”, demasiado “ilusorio”. La libertad del hombre parece haberlo arruinado todo. Y el sacrificio supremo de Cristo, después de siglos de historia, se revela en apariencia estéril. El plan de Satanás consiste en ofrecer tres soluciones que superen las contradicciones de la libertad: pan, poder y autoridad.
Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente (F. Dostoievski, El gran inquisidor).
La conciencia humano-divina de Jesús también necesitó un largo tiempo de desierto para aceptar y acoger el plan de Dios sobre sí. La libertad de Cristo, que asume el pecado y la ignominia, es el único camino de recrear el plan original. “Cristo aprendió sufriendo a obedecer” (Heb 5, 7). A Satanás le resulta incomprensible esta humillación de Dios. Sabe que en esa negación de sí radica la salvación y por eso se rebela frente a ella. Esta es la razón por la que Jesús habla a Simón con una dureza “desproporcionada” para las buenas intenciones del pescador: “Apártate de mí Satanás, que me haces tropezar, porque piensas como los hombres y no como Dios” (Mt 16, 23). Jesús se dirige a Pedro pero no está hablando con él; es otro el que insinúa. Es la misma tentación que Jesús se había topado en el desierto; por eso, Jesús vuelve a señalar con radicalidad la línea que separa el pensamiento de Dios del de los hombres. ¿Acaso no debería el Hijo de Dios utilizar su poder para servirse a sí mismo y dominar la torcida libertad de los hombres? Esta es la tentación que plantea Satanás y es la que también plantea con torpeza Pedro. En el fondo, viene a explicitar lo absurdo del sufrimiento divino, y, con ello, lo absurdo del sufrimiento humano. En el huerto de los Olivos Pedro se revuelve ante los acontecimientos que se están precipitando; en realidad, sigue luchando contra la extraña lógica del plan de Dios, que señala el camino de la cruz como el único camino: “¿O acaso piensas que no puedo rogar a mi Padre, para que pusiera a mi disposición ahora mismo más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26,53).
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