«Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?». Él les contestó: «Algún enemigo ha hecho esto». Le dijeron los siervos: «¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?» Les dijo: «No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero».
Mateo 13, 27-30
Las noticias e imágenes de Bucha, Mariupol, Gaza o tantos otros rincones llegan como “puñetazos en el estómago”. No es posible digerir tanto mal. Va más allá de cuanto podamos imaginar o justificar. No solo porque es difícil hacerse a la idea del sufrimiento y del mal vividos, sino porque es casi imposible concebir la posibilidad de un mal tan radical. El trigo parece quedar totalmente aplastado por la cizaña. Me viene a la mente el relato que hace el general en la obra de Soloviev.
Habían capturado un enorme convoy de fugitivos armenios que no habían logrado ponerse a salvo. Habían prendido fuego a los carros y los armenios, atados a ellos por los brazos, por la cabeza, por la espalda o por la barriga, se habían asado vivos lentamente. Vi mujeres con el vientre descuartizado y los senos cortados. Pero no quiero explicar todos los detalles, excepto uno que siempre tengo en mente. Había una mujer tirada por tierra, con la espalda y el cuello atados al eje de un carro. No había sido quemada ni descuartizada; por su rostro petrificado se comprendía que había muerto de terror. Ante ella se erguía un largo palo clavado en el suelo, del que colgaba un niño, con toda seguridad su hijo, desnudo, completamente carbonizado y al que habían arrancado los ojos. Junto a él había una parrilla con los tizones usados. En un primer momento quedé como traspasado por una angustia mortal; actuaba como un autómata, como si ya no pudiera volver a contemplar la creación de Dios. Di orden de avanzar al trote y entramos en el pueblo incendiado. No quedaba nada, todo había sido destruido. (Soloviev, Los tres diálogos y el relato del Anticristo).
Cualquier narración que nos llega desde Ucrania se parece a cualquier otro relato impregnado de mal. La historia en su conjunto y cualquiera de sus detalles están atravesados por la ignominia. Hay poco que explicar. Mysterium iniquitatis. Toda posibilidad de explicación se hunde en la extraña rebelión de Lucifer. “Quien comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio” (1 Jn 3,8). ¿Por qué habría de oponerse a la verdad, la belleza y la bondad infinitas de Dios? Extraña creación, que se puede revelar frente al creador. El Padre deseó ser libremente amado, y esto implicaba la extraña posibilidad de que respondiéramos con desamor al amor. Ahí, justo ahí, en algún recóndito rincón del corazón de Lucifer se cristalizó la sospecha, se hizo fuerte, consistente, palpable, estableciendo una distancia insalvable entre el corazón del Padre y el corazón del hijo. Un único gesto, casi imperceptible, lanzó a Satanás al abismo. Así es como Dante describe en la Divina Comedia la negación de Lucifer frente al Señor: “Y contra su hacedor alzó las cejas” (Infierno XXXIV). Una sutil desconfianza que abre una brecha desmedida. Ahí, justo desde ese abismo, desde esa misma negación y oscuridad, brota todo mal, pasado, presente y futuro. “Quien comete el pecado es del Diablo”.
El misterio de iniquidad pone de manifiesto precisamente este extraño movimiento por el que, en contra de todo a lo que somos llamados, en contra de toda plenitud -actual, anhelada y prometida- nos revolvemos contra el Padre. “En lugar de la familiaridad con Dios en el paraíso, que pasea con Adán y Eva en la brisa de la tarde, se adopta la elección de la extrañeza” (L. Giussani, Dar la vida por la obra de otro). Cristo -tal como anuncia Juan- se manifiesta para mostrar hasta qué punto la relación con el Padre es el vínculo que da consistencia a toda la vida. Al margen de dicha relación, solo queda la afirmación de nosotros mismos que nos conduce a una soledad auto-destructiva.
En las entrañas de la historia, esta extraña posibilidad se ha consolidado hasta el punto de de definir una lucha, que se tendrá que librar hasta el final: “El misterio de iniquidad ya está actuando” (2 Tes 2, 7); “porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas» (Ef 6, 12). San Pablo y San Juan hablan de “iniquidad” para designar un poder claramente contrario a Dios, diabólico, que alimenta y está en la base de cualquier pecado. Aunque San Juan admite claramente que «el que comete pecado, comete también la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad» (1 Jn 3,4), parece también que la exégesis de ese pasaje entraña una dificultad particular. I. de la Potterie S. J. afirma que todo pecado es, en último término, fruto de un poder diabólico que sería, en sentido estricto, la “iniquidad”, es decir, el pecado más radical en cuanto negación explícita y directa de Dios.
La realidad del mal nos pone en el umbral de un misterio muy profundo. Es el misterio de iniquidad, que desde el principio de la creación se ha manifestado como oposición. El poder de las tinieblas, el poder de este mundo, se enfrenta directamente a Dios y a los hijos de la luz. Pero el reconocimiento de que somos “hijos de la luz e hijos del día” y de que “no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Tes 5, 5-6) se convierte inmediatamente en una exhortación: “Por tanto, no durmamos como los demás, sino estemos alerta y seamos sobrios”. La “convivencia” entre el trigo y la cizaña no implica “connivencia”. Al contrario, Jesús afirma con total claridad -en contra de la idea que nos podemos hacer de la propuesta cristiana- el origen perfectamente distinto de los Hijos de la perdición y de los Hijos del Espíritu. El misterio de iniquidad, que se asoma de muchas maneras en nuestra historia y parece arrasarlo todo en algunos momentos y circunstancias particularmente dolientes, nos pone en el umbral de la desesperación, de la noche más profunda, mientras que el Espíritu de Dios nos empuja a vivir “como hijos de la luz”, según nuestra condición, con un espíritu filial, con la esperanza inquebrantable de la victoria definitiva de Cristo. El capítulo 15 de la Primera carta a los Corintios es todo un canto a la resurrección. “Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas…” (v. 27); “todos seremos transformados” (v. 51). La conclusión da cuenta del valor de nuestra tarea y nos confirma en ella: “Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (v. 58).
Creo importante diferenciar entre la Iniquidad (la Maldad, el Demonio, Satanás, etc.) y su semilla la cizaña porque la Maldad sólo puede actuar en nosotros y aquí, necesita de nosotros para poder actuar, por eso siembra en nuestro corazón su semilla, la cizaña. Pero somos nosotros cuando abrazamos su semilla cuando provocamos el daño, ella no puede hacerlo, sólo puede tentarnos para que lo hagamos. Para Dios la maldad no es un problema porque su Infinita Misericordia lo compensa todo, el problema es que nos perdamos en el proceso. Por puro Amor no porque seamos indispensables, por eso lo ha dado Todo.
Somos cada uno de nosotros, haciendo uso de la Libertad, los que alimentamos la iniquidad cuando abrazamos la Maldad, y se siembran semillas como el odio, el desprecio, el egoísmo, etc. Pero lo hacemos en nuestro día a día con la absoluta normalidad del mismo, eso es lo que va sumando hasta que una chispa lo hace saltar todo, y entonces, nos asombramos. Siempre es mucho más sencillo de lo que parece.
Sólo cuando parto de la pureza de la Intención en abrazar la Bondad me someto a la Voluntad de Dios. El mejor ejemplo María. Estemos atentos porque la cizaña nos es sembrada antes de que seamos conscientes de ello, luego hay que vencerla a lo largo de la vida.
Con todo el cariño.