4. La Ascensión de Jesús (Valtorta)

La ascensión de Jesús | Alberto Guerrero

Contemplación del misterio

«Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. 

Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos. ¡Verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós a su Hijo para restituirlo al Padre!… 

La Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza. Deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos… 

Regresan hacia la casa y caminan con serenidad el Uno al lado de la Otra… Frente a las anteriores, en esta despedida los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde… 

– ¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy- dice Pedro. 

– Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan. Entran en la habitación. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once. En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas negras, un ánfora de vino y otra de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla que da paso a una comida breve y silenciosa. 

Los apóstoles, llegado el último día en compañía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones desde la Resurrección, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con el Resucitado. Terminada la comida, Jesús abre las manos con su gesto habitual y dice: 

– Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro. No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os facultará para vuestra misión. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión fraternal y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra de amor y sabiduría. 

Como os digo, está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaría y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Santísimo del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. 

Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos. 

Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. A continuación, salen de la casa… Jonás, María y Marcos están afuera. Este le informa: 

– Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan. 

– Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos. 

Marcos se echa a correr a toda velocidad con sus jóvenes piernas. 

Jesús se pone en camino… Ahí están todos… Caras y más caras amigas… Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los demás discípulos. Les pide que se acerquen para escucharlo: 

– A todos os doy las gracias. A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre. 

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones. Son centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. 

Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente. El sol incide en Él, haciendo blanquear su túnica, relucir sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina. Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre. Su inolvidable, inimitable voz da la última orden: 

– ¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna. 

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre. Sube, sube… El Sol incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores».

(Extractos de María Valtorta,  «638. Últimas enseñanzas en el Getsemaní, despedida y ascensión al Padre», en El evangelio como me ha sido revelado, vol. X)

Meditación | Luigi Giussani

«La Ascensión es la fiesta de lo humano. Con Jesús la humanidad física, carnal, participa en el dominio absoluto que Dios tiene sobre todas las cosas que crea. Cristo desciende a la raíz de todo. Es la fiesta del milagro: un acontecimiento que por su propia fuerza reclama al misterio de Dios.

Por eso, la Ascensión es la fiesta donde el Misterio entero se recoge y donde se recoge toda la evidencia de las cosas. Es una fiesta extraordinaria, donde todas las cosas se dan cita para gritar al hombre ignorante, distraído, ofuscado y confuso, la luz de la que están hechas; para devolverle el significado por el que ha entrado en relación con todo, para gritarle la tarea que tiene hacia las cosas, su papel entre todos los demás seres. Porque todo depende de él: todo ha sido creado para el hombre.

Cualquiera que trate de dar testimonio del Señor con su vida, forma ya parte del misterio de su Ascensión, porque Cristo que asciende a los cielos es el Hombre por el que todo fue hecho, el Hombre que ha empezado a poseer la realidad del mundo».

(Luigi Giussani, «La ascensión del Señor a los cielos», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004)

Otras entradas

Alberto Guerrero
0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.