3. Camino del Calvario (Valtorta)

Camino del Calvario (Alberto Guerrero).

Acceder al vía crucis.

MARÍA VALTORTA

Contemplación del misterio

«El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra para procurarle un poco de alivio.

María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color.

Las otras mujeres –entre las que se encuentran María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y María de Zebedeo- están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose solo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante, de mansos ojos de cielo como Ella. 

Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero estos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas. Desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión. 

Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: 

– ¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos! 

Longinos se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Al hacer esto, Longinos ve parado un pequeño carro, que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que la curiosidad ha hecho al Cirineo subir hasta allí. Los dos hijos, tumbados encima del montón de verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, mira atentamente hacia la comitiva.

Longinos lo observa detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: 

– Hombre, ven aquí. 

El Cirineo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca. 

– ¿Ves a ese hombre?- pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: 

– ¡Dejad pasar a la Mujer! 

Luego vuelve a hablar al Cirineo: 

– No puede continuar cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima.

El Cirineo no se atreve a oponer resistencia y se acerca a Jesús. 

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -solo entonces Él la ve venir, porque caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego-, y grita: 

– ¡Mamá! 

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento desde el comienzo de las torturas. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores: de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre los peores tormentos. Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de la madre calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte… 

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: 

– ¡Hijo! 

Pero lo dice de tal forma, que quien no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor. Veo que incluso entre los romanos -y son hombres de armas- hay un impulso de piedad. 

El Cirineo también siente compasión. Ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo, convencida de no poder hacerlo. Se limita a mirarlo, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa martirial, para infundirle ánimo, mientras sus labios temblorosos beben el llanto. Jesús, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes. Entonces el Cirineo se apresura a quitarle la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no tocar siquiera la corona o rozar las llagas). 

Pero María no puede besar a su Criatura. Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y se besan sólo las dos almas angustiadas. 

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por el gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas de todo un pueblo- contra la pared del monte».

(Extractos de Maria Valtorta, «608. La vía dolorosa del Pretorio al Calvario», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. X)

***

LUIGI GIUSSANI

Meditación

«Dios, que vino a habitar entre los hombres, se dirige al patíbulo: vencido, fracasado; un momento, una jornada, tres jornadas en que todo parece acabar en nada. Esta es la condición por la que hay que pasar, la condición del sacrificio en su significado más profundo: parece un fracaso, parece no tener ningún éxito, parece que los demás tienen razón. Permanecer con Él incluso cuando parece que todo se acaba o ha terminado, estar junto a Él como hizo su Madre. Sólo esta fidelidad nos lleva, antes o después, a una experiencia que ningún hombre fuera de la comunidad cristiana puede experimentar en el mundo: la experiencia de la Resurrección.

¡Y nosotros somos capaces de dejar por otro amor a este Cristo que se adentra en la muerte para salvarnos del mal, para que cambiemos, para que el Padre eterno devuelva la vida a lo que el delito del olvido suprimió en nosotros! A este hombre que toma la cruz, que la abraza, que se deja clavar en ella para morir, para hacerse una sola cosa con ese madero, ¿“le dejaremos nosotros por otro amor”? Ese Hombre se sacrifica por nosotros y nosotros ¿le abandonaremos por otro amor?»

(Luigi Giussani, «Jesús camino del Calvario», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004)

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