Comprender que la purificación del corazón es una obra de liberación y sanación, y que ésta comienza con el arrepentimiento.

Después del último capítulo, quizás el Espíritu te ha iluminado, y comprendes que hay algo dentro que te molesta, te tira hacia abajo, y  que no te lo puedes quitar de encima por ti solo.

Mucha gente acudía a Macario para que orase por ellos y ser liberados y sanados de enfermedades espirituales, y opresiones diabólicas. Él conocía bien ese combate por haberlo experimentado muchos años en sus propias carnes.

El monasterio estaba en guerra. Dos facciones de monjes se enfrentaban entre sí. Incluso había odio. El abbá Macario les reunió a todos y les dijo: 

Cuando el príncipe del mal y sus ángeles anidan en vuestro interior, vuestro corazón se convierte en un sepulcro. Si esos pensamientos se convierten en señores dentro de vosotros, ¿acaso no estáis muertos para Dios? Pero el Señor ha venido a liberar. El que experimenta esta liberación puede avanzar en paz, con alegría, como llevado por los aires. Por esto dice el Apóstol: “Quiero que los hombres oren en todo lugar alzando sus manos limpias de toda ira”. Sí, queridos hijos -prosiguió el anciano- el pecado tiene el poder de penetrar en los corazones, y por eso, tales pensamientos que nos turban no vienen de fuera sino de dentro. Así pues, cuando te acerques a la oración, examina tu corazón y tu espíritu, y toma la resolución de levantar hasta Dios una oración pura. Vela, ante todo, para que se alce sin estos obstáculos, puramente.

La purificación del corazón tiene como objetivo esta oración pura, es decir, comunicarnos con Dios sin obstáculo. La cuestión no es encontrar una técnica adecuada, sino una orientación limpia de nuestro espíritu. Esta “limpieza” se llama humildad, y al primer paso para alcanzarla los Padres espirituales lo llaman “arrepentimiento”. Este “arrepentimiento” no es tanto lo que entendemos generalmente por arrepentirse (lamentar lo que he hecho mal) sino la decisión de cortar con todo aquello que me tira hacia abajo, que mata el amor dentro de mí, que me separa de Dios. Por eso Jesús comienza proclamando: “¡Convertíos, está cerca el Reino de Dios!”. Y cuando preguntan a Pedro en Pentecostés qué deben hacer para salvarse, él responde: “Arrepentíos de vuestros pecados”. Finalmente, el apóstol Juan dice que cuando el Espíritu de Dios llega a una vida lo primero que hace es traerle “convicción de sus pecados”. 

¿Es esto caer en la red de la culpabilidad insana? Todo lo contrario. Es un proceso maravilloso de liberación y sanación. Su fruto es la paz. Recuerda que ese proceso se llama purificación del corazón, porque nos refina, hasta que queda solo lo más verdadero y auténtico de nosotros mismos: la imagen de Dios que Él puso en nosotros al soñarnos. Una vez, pedí a una restauradora de arte “arreglar” un pequeño retablo del siglo XVII que nos habían donado. Le hablé del color que podría pegar con la capilla donde lo íbamos a poner. Para mi sorpresa me dijo: “No, no se restaura así. Yo no le pongo nada encima, sino que voy quitando lo que se le ha ido pegando todo este tiempo hasta sacar el color original”. La verdad es que no me convenció mucho porque pensé que ese color sería un tanto apagado, como el de muchos retablos antiguos. Qué sorpresa me llevé cuando lo terminó. ¡Qué vida tenía, qué color tan distinto, único, especial! Un Santo Padre, san Basilio, llama al Espíritu Santo: “El Restaurador”. El arrepentimiento es la decisión, tomada una y otra vez, de llamar al Restaurador y fiarse de su sabiduría más que de la nuestra. ¡Él sabe quiénes somos, y que en el fondo de nosotros está la Imagen de Dios, que es Jesús mismo! El “arrepentimiento” se podría traducir como “decisión por ser restaurado y poder vivir libre de todas las cosas que se me han pegado y ocultan quién soy realmente”. El “arrepentimiento”, por tanto, libera y sana. De esto hablaremos más detalladamente. 

Es también importante arrepentirnos de “haber tomado parte en las obras de las tinieblas”. ¿Qué significa esto? A veces no somos conscientes del espíritu “que nos habita” y actuamos de acuerdo a él de forma espontánea. Esa mentalidad es para nosotros “lo normal”. Sin embargo, a veces dista mucho de ser la mentalidad del Evangelio. Te pongo un par de ejemplos de mi vida. Ayer mismo estaba viajando con un matrimonio creyente; en un momento la conversación giró hacia la sequía en algunas zonas de España, y yo me puse a criticar la manera en que esto se gestiona en España. Me di cuenta enseguida de que ellos no me seguían; es más, después de terminar mi “sermoncito”, el marido propuso tener un rato de música … ¡en silencio!  Estoy convencido de que no lo hizo a posta pero ¡qué lección! Lo que a mí me parecía “normal” (criticar al gobierno de turno), para ellos “contaminaba” el buen ambiente que llevábamos en el coche contándonos las maravillas que hace el Señor en nuestras vidas. Me vino muy bien ese silencio para hacer este pequeño examen de conciencia y arrepentirme, mientras veía al Señor reírse ampliamente de mí. Otro ejemplo. A veces consideramos “normal” pensar y decir cosas del tipo: “soy un desastre” o “seguramente lo que digo no te interese”, etc. Este tipo de “creencias” generan en nosotros -y en los que nos rodean- un ambiente dominado por una afirmación que sin duda no es lo que Dios Padre dice de nosotros cuando nos mira. Es imprescindible renunciar, romper y mandar a los pies de la Cruz a estos “espíritus”, con una fórmula sencilla: “Te veo, espíritu de indignidad (por ejemplo) y no tengo nada contigo. Señor, me arrepiento de la parte que he tomado con este espíritu en mi pensamiento, palabra, obra u omisión. Renuncio a él. Tú eres mi único Juez y el criterio de mi vida. Yo digo de mí lo que Tú dices de mí: que soy amado también con mis defectos, que hago mucho bien a los demás, que tengo mucho que aportarles, que mi vida, yo mismo, soy muy interesante para Ti…”. Revisar qué es para mí “lo normal” y contrastarlo con lo que el Señor me ha dicho una y otra vez, de muchas maneras, es una parte del arrepentimiento continuado que el Espíritu Santo trae saludablemente a nuestra vida. 

Un medio muy concreto para ello es elegir un momento del día (a mediodía, o por la noche) y hacer pasar mi día delante del Señor, pidiendo su Espíritu para descubrir si he actuado de acuerdo a estas creencias o a lo que Jesús ya me ha enseñado. Descubrir para dar gracias o para arrepentirme, es decir, ponerlo delante del Padre cuyo corazón es totalmente bondadoso y lleno de luz, y decir con mucha sencillez: “Ven Espíritu Santo en ayuda de mi debilidad”. Al día siguiente, o ese día por la noche, podemos revisar cómo he vivido eso en concreto.

Este es el primer paso práctico que te proponen los Padres espirituales; se llama examen pero no es exactamente lo que muchos hemos aprendido de pequeños. No es “revisar lo que he hecho mal para mejorar”, sino comenzar tu tiempo de oración con un acto de total sinceridad delante de Dios. Di “Ven Espíritu Santo e ilumina las tinieblas de mi corazón”. Examinar si guardas rencor o si hay en ti sentimientos de ira, dolor, odio. No se trata de reprimirlos, tampoco de juzgarlos, sino simplemente de entregárselos a Él tal como están, tomando la decisión de no dejarles ser los “señores” de tu vida. Arrepiéntete de ellos, es decir, decide cortar con ellos, tomar al Señor como el único señor de tu vida. En realidad, esto son las antípodas del típico examen de conciencia en el que al final nosotros -y nuestras emociones, tantas veces de culpabilidad- son la medida. Todo lo contrario. Aquí la medida es el don de Dios, su benevolencia para conmigo, su ilusión de llenarme de vida, y su celo porque me quite de encima todo lo que me está privando del propósito grande para el que me ha hecho.

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