Hoy contemplamos la entrega de María. Detengámonos en la circuncisión de Jesús (Lc 2, 21), primer gesto de entrega del dolor de Jesús por parte de María. Primer dolor evitable que acepta en la vida de su Hijo. Ese primer gesto, inicia el camino inevitablemente hacia la entrega desgarradora que tuvo que vivir María en la Pasión y Muerte de Jesús.
Tras esta contemplación, me adentro en una meditación que nunca había percibido así… ¿Cómo es posible que María aceptase, abrazase, la cruz de su Hijo? Supongamos que Jesús fuese una invención como Hijo de Dios y, por tanto, toda la doctrina derivada de ello, empezando por la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Jesús, como hombre, podría haber llegado a convencer a su madre de que le siguiese y apoyase en “su doctrina”, en “su proyecto”. Incluso cabría en los esquemas mentales, de forma razonable, que María endiosara a su hijo viéndole tan capaz, tan poderoso, tan respetado, tan humilde. ¿Qué madre no quiere que su hijo lleve a cabo sus proyectos y que tenga un desarrollo como hombre destacado?
Dando un paso más, yéndonos al extremo, esa madre podría hasta aceptar y “abrazar” su muerte ante los demás como signo de omnipotencia, de ser elevado sobre los demás, de saber que su memoria brillará eternamente. Sería como aquellos sacrificios de la antigüedad en los que se ofrecía a los hijos por deidades o creencias sobrenaturales.
Pero no es el caso. Jesús en la Cruz no es exaltado, no es respetado. Es, en cambio, humillado, apartado, hundido frente a cualquier poder. La mente humana no puede entender que la Cruz fuese la Victoria. Menos aún en aquel preciso momento de la Pasión y Muerte de Jesús. María, en el caso de haber sido adoctrinada a lo largo de los años, ¿no habría claudicado?, ¿no le habría rogado a su hijo que dejase sus ideas a un lado?, no le quedaba nada más en su vida terrena, su único hijo.
Solo la fe y una certeza más allá de cualquier maternidad terrenal podían darle la entereza y la fortaleza de estar ahí presente, dolida, sufriente, a los pies de la Cruz. Miraba, rota de dolor a su Hijo, Dios nacido de sus entrañas, haciendo la Voluntad del Padre. Una Voluntad inescrutable, llena de un abismo de dolor, pero con una esperanza cierta.
¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! (Rom 11, 33)
Pidamos a María esta fe y abandono sin necesidad de entender nuestro propio dolor o el ajeno, sin necesidad de entender los caminos de Dios.
Ven Espíritu Santo, fuego de amor, guíame por el camino que no conozco.
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