7. La Asunción de María Santísima (Valtorta)

Virgen María -detalle- | Alberto Guerrero

Contemplación del misterio

«¿Cuántos días han pasado? Es difícil saberlo. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decirse que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramas con hojas ya lacias, se debe concluir que ya han pasado algunos días. Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que tenía instantes después de haber expirado. Ninguna señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas y hierbas silvestres. Juan –a saber cuántos días lleva velando- se ha dormido vencido por el cansancio, sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, lo ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo, excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto. 

El alba debe haber empezado ya, porque su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace más nítidos los contornos de los objetos. De repente, una gran luz llena la habitación, una luz argéntea con tonalidades azules, casi fosfórica; y aumenta sin cesar, anulando la del alba y la de la lamparita. Una luz igual que la que inundó la gruta de Belén en el momento de la Natividad divina. Luego, en esta luz paradisíaca, se hacen visibles criaturas angélicas (luz aún más espléndida en la luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes). Como ya sucedió cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro ornado de arpegios, dulcísimo. Las criaturas angélicas se disponen en corona en torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, con un batir más fuerte de sus alas -que aumenta el sonido que antes existía-, por una abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se abrió el Sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, santísimo, sin duda, pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la materia, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerte ya estaba glorificado. 

El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y ahora es potente como sonido de órgano. Juan, que ya -aun permaneciendo adormecido- se había movido dos o tres veces en su taburete, se despierta por ese sonido potente y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo destapado y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta. El apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento, para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale corriendo a la terraza y, como por un instinto espiritual, o por llamada celeste, alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del naciente Sol. 

Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual en todo al de una persona que duerme; lo ve subir cada vez más alto, sostenido por la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la tierra del Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto, más leve. 

Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para consolarlo o premiarlo por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora por los rayos del Sol, que ya ha salido, sale del éxtasis que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ella también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados). Juan mira, mira… el milagro que Dios le concede le da la facultad, contra toda ley natural, de ver a María como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, ya no ayudada a subir, por los ángeles que entonan cantos de júbilo. 

Y Juan se ve raptado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrán jamás describir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible. Juan, permaneciendo apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios -porque realmente puede llamarse así a María, formada en modo único por Dios, que la quiso inmaculada, para que fuera forma para el Verbo encarnado- que sube cada vez más. 

Y un último, supremo prodigio concede Dios-Amor a este perfecto amante suyo: el de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo Hijo, quien –también Él espléndido y resplandeciente, hermoso con una hermosura indescriptible- desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre, la abraza contra su corazón y, juntos, más refulgentes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido».

(Extractos de Maria Valtorta,  «650. Gloriosa asunción de María Santísima», en El evangelio como me ha sido revelado, vol. X)

Meditación | Luigi Giussani

«En la Ascensión, el Señor con su Resurrección se ha convertido en el dominador del mundo, y por eso hay uno entre nosotros que salvará todo lo que somos, que es tan poderoso que salva nuestra vida, que la conserva entera, para volvérnosla a dar perdonándonos nuestros pecados. La demostración de esto es el misterio de la Asunción, en la que tomó la humanidad de la Virgen y no la dejó en manos de la muerte ni siquiera un instante. Con el misterio de la Asunción el Señor dice: «Mirad, que no permitiré que perdáis nada de lo que os he dado, de lo que habéis usado, de lo que habéis gustado, incluso de lo que habéis usado mal, si sois humildes ante mí. Bienaventurados los pobres de espíritu, es decir, los que reconocen que todo es gracia, que todo es misericordia, porque vuestros criterios son nada y mi criterio lo es todo». La Virgen vive ya en ese nivel último y profundo del Ser del que todos los seres obtienen su consistencia, vida y destino. Por eso fue asunta al cielo, allí donde está el misterio de Dios: para que fuera para nosotros madre cotidiana del acontecimiento.

La glorificación del cuerpo de la Virgen señala el ideal de la moralidad cristiana, la valoración de todo momento, el valor de cada instante. Por eso es la exaltación de la vida, de nuestra existencia, de la vida del cuerpo del mundo; es la exaltación de la materia vivida por el alma, vivida por la conciencia que es relación con Dios; es la exaltación de nuestra vida terrenal no porque sea afortunada por determinadas circunstancias, sino porque a través de todo lo pequeño se manifiesta nuestra relación con el Infinito, con el misterio de Dios».

(Luigi Giussani, «La asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004)

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Alberto Guerrero
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