6. El Tránsito de María Santísima (Valtorta)
Virgen María -detalle- | Alberto Guerrero
Contemplación del misterio
«María, en su pequeño cuarto solitario, vestida enteramente de cándido lino, está ordenando sus vestidos y los de Jesús, que siempre ha conservado. Dobla bien estos indumentos, besa el manto ensangrentado de su Jesús, y se dirige hacia el arca donde custodia desde hace años las reliquias de la última Cena y de la Pasión. Lo reúne todo en su interior.
Está cerrando el arca cuando Juan, que ha subido silenciosamente a la terraza, le hace volverse bruscamente al preguntarle:
-¿Qué haces, Madre?
-He ordenado todo lo que conviene conservar. Todos los recuerdos… Todo lo que constituye un testimonio de su amor y dolor infinitos.
-¿Por qué, Madre, volverte a abrir las heridas del corazón viendo de nuevo esas cosas tristes? Sufres viéndolas, porque estás pálida y tu mano tiembla.
-¡Oh, no es por eso! No es porque se me abran de nuevo las heridas… que, en verdad, nunca se han cerrado completamente. En realidad, siento en mí paz y gozo, una paz y un gozo que nunca han sido tan completos como ahora.
-¡Nunca como ahora! No entiendo… A mí el ver esas cosas, llenas de atroces recuerdos, me hace renacer la angustia de aquellas horas. Y yo soy sólo un discípulo suyo; tú eres su Madre…
-Y, como tal, debería sufrir más, quieres decir. Y, humanamente, no yerras. Pero no es así. Yo estoy acostumbrada a soportar el dolor de las separaciones, porque su presencia y cercanía eran mi Paraíso en la Tierra. Pero lo sufría siempre con serenidad, porque todos sus actos respondían a la Voluntad del Padre, y yo lo aceptaba, porque también yo he obedecido siempre a los deseos y planes de Dios para mí. Ahora experimento inmenso gozo, como inmensa fue antes la pena, porque siento que mi vida toca a su fin. He hecho cuanto debía hacer. He terminado mi misión terrena. La otra, la celeste, no tendrá fin. Y tengo dentro de mí esa secreta alegría que tuvo Jesús al afirmar: «Todo está consumado».
-¿Alegría en Jesús? ¿En aquella hora?
-Sí, Juan. Una alegría incomprensible para los hombres, pero comprensible para los espíritus que ya viven en la luz de Dios y ven las cosas profundas y escondidas. Como Jesús, yo también he cumplido todo lo que, ab aeterno, estaba escrito que cumpliera. Desde la generación del Redentor hasta la ayuda a vosotros, sus sacerdotes. La Iglesia está ya formada y es fuerte. El Espíritu Santo la ilumina. Cuando estés solo, salva esta arca…
Juan, palideciendo y turbándose, la interrumpe exclamando:
-¡Madre! ¿Por qué dices esto? ¿Te sientes mal?
-No.
-¿Entonces es que quieres dejarme?
-No. Estaré contigo mientras esté en la Tierra. Pero prepárate, Juan mío, a estar solo.
-¡Pero, entonces es que te sientes mal y quieres ocultármelo!…
-No, créeme. Nunca me he sentido con tantas fuerzas, con tanta paz, con tanta alegría, como ahora. Tengo dentro de mí un gozo tal, una tan gran plenitud de vida sobrenatural, que… sí, que pienso que no podré soportarla siguiendo viva. Además, no soy eterna. Debes comprenderlo. Eterno es mi espíritu; la carne, no; y está sujeta, como todo cuerpo humano, a la muerte.
-¡No! ¡No! No digas eso. ¡Tú no puedes, no debes, morir! ¡Tu cuerpo inmaculado no puede morir como el de los pecadores!
-Estás en un error, Juan. ¡Mi Hijo murió! Yo también moriré. No conoceré la enfermedad, la agonía, el angustioso sufrimiento de la muerte. Pero, morir, moriré. Y, además, has de saber, hijo mío, que no tengo otro deseo; un deseo que pronto se va a hacer realidad. Siento que dejaré de estar en la Tierra por exceso de amor. La medida de mi capacidad de amar está colmada. ¡Mi alma y mi carne no pueden ya contenerla! El amor rebosa de ellas, me sumerge y al mismo tiempo me eleva hacia el Cielo, hacia Dios, mi Hijo. Y su voz me dice: «¡Ven! ¡Sal! ¡Sube a nuestro trono y a nuestro trino abrazo!». ¡La Tierra, todo lo que me rodea, desaparece en la gran luz que del Cielo me viene! ¡Los sonidos quedan cubiertos por esta voz celestial! ¡Ha llegado para mí la hora del abrazo divino, Juan mío!
Juan, que, escuchando a María, se había calmado un poco, acude a ella para sujetarla mientras exclama:
-¡Tu aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu carne resplandece como luna! ¡Ya no eres humana, Madre! ¡La pesantez y la opacidad de la carne han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él, siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por sí solo en el Tabor. Tú no puedes. No te sostienes. Ven. Te ayudo yo a reclinar en tu lecho tu cuerpo rendido y bienaventurado. Descansa.
Y, amorosísimamente, la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se tiende sin quitarse siquiera el manto. Recogiendo los brazos sobre el pecho, celando sus dulces ojos, fúlgidos de amor, con sus párpados, dice a Juan, que está inclinado hacia Ella:
-Yo estoy en Dios y Dios está en mí. Mientras lo contemplo y siento su abrazo, di los salmos y todas las otras páginas de la Escritura que a mí se aplican especialmente en este momento. El Espíritu de Sabiduría te las indicará… Yo te seguiré con todo lo que de mí tengo todavía en la Tierra…
Juan, luchando contra el llanto que le sube del corazón, esforzándose en dominar la emoción que le turba, con esa bellísima voz suya que con el paso de los años se ha hecho muy semejante a la de Cristo -lo cual reconoce María con una sonrisa- entona pasajes de los salmos, luego el Padrenuestro, las palabras de Gabriel e Isabel, el cántico de Tobit, el capítulo 24 del Eclesiástico y por último, entona el Magníficat. Pero, en llegando al noveno verso, se da cuenta de que María ya no respira, aun permaneciendo con postura y aspecto naturales; sonriente, calma, como si no hubiera advertido el cese de la vida».
(Extractos de Maria Valtorta, «649. El beato tránsito de María Santísima», en El evangelio como me ha sido revelado, vol. X)
Meditación | Juan Pablo II
«¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre […].
Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación.
María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad […]. Para participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.
El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos, sin que llegara, de alguna manera, hasta nosotros?
Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen fundadas las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo. A este propósito, san Francisco de Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y por amor», y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de l’Amour de Dieu, Lib. 7, cc. XIII-XIV).
Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una «dormición».
Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre (cf. Flp 1, 23).
La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida».
(Juan Pablo II, La dormición de la Madre de Dios, Catequesis ofrecida en la Audiencia General del miércoles, 25 de junio de 1997)
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!