5. Pentecostés -Descenso del Espíritu Santo-(Valtorta)

Pentecostés | Alberto Guerrero

Contemplación del misterio

«No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. Sólo se constata la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima. Están recogidos en la sala de la última Cena. La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación. No hay en la mesa mantelería ni vajilla. Desnudos están también los aparadores y las paredes. Solo la lámpara luce en el centro, mientras un rayo de sol se filtra por un agujerito. 

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados a Pedro y a Juan; y delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo. Los demás la siguen en silencio, meditando. Cuando es preciso, responden y la acompañan. El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. Es, verdaderamente, la Rosa mística… 

Los apóstoles se inclinan un tanto hacia adelante, pero permanecen levemente ladeados para ver el rostro de María mientras ella sonríe y lee con una extraordinaria dulzura. Parece su voz un canto de ángel. A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas, descienden para perderse en su barba entrecana. Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada lo que la Virgen lee. Cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe. 

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el levísimo ruido que producen los pergaminos. María se recoge en oración secreta, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan… 

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como sacudida por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean agitadas por la onda de sonido sobrenatural.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María. 

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado. Todo sucede en menos de un minuto. 

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). 

Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles. Pero la llama que desciende sobre María no es una lengua vertical: es una corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña. 

A Aquella en quien se percibe una acentuación de la hermosura y frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso. 

Su bendito rostro aparece ahora transfigurado de sobrenatural alegría. Sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por sus mejillas lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes. El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que es el perfume del Paraíso… 

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla. 

Juan, señalándola, dice: 

– Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor… 

– Sí, no perturbemos su alegría, dice Pedro. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos».

(Extractos de María Valtorta, «640. La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico», en El evangelio como me ha sido revelado, vol. X)

Meditación | Luigi Giussani

«Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam. Ven Espíritu Santo [el Creador]. Ven a través de María. A través de la carne del tiempo y del espacio, porque la Virgen es el inicio de la carne como tiempo y espacio: viene a través de ella.
A través de la Virgen pasa la renovación del mundo entero; como pasó por Abraham la elección del pueblo elegido, así el nuevo y definitivo pueblo elegido -del que nosotros estamos llamados a participar- pasa por el seno de una muchacha, por la carne de una mujer. Por eso nuestro afecto hacia ti, madre de Dios y madre nuestra, es tan grande como hacia tu Hijo.

El Espíritu es la energía con la que el Origen, el Destino y la Hechura de todo, poniendo en marcha todo según su designio, ha llegado a nuestra vida y la ha llevado al corazón de ese designio, querámoslo o no. La única condición es que no lo hayamos rechazado, es decir, que no lo rechacemos. El Espíritu nos ha revelado que Cristo ha muerto y resucitado y este es el significado último de tu vida. Este es el don de Cristo resucitado, el don del Espíritu, que cura desde la raíz y nos vuelve a dar la gran posibilidad: reconocer que todo viene de Dios a través de Cristo, que es el método usado por Dios».

(Luigi Giussani, «La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004)

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