3. Aparición de Jesús en el lago de Galilea -el Sí de Pedro- (Valtorta)
Aparición en la orilla del lago | Alberto Guerrero
Contemplación del misterio
«¡Qué hermosura la de este lago en la paz de la noche, bajo el beso de la Luna! Verdaderamente es paradisíaco por su pureza… Pero los pescadores no tienen suerte… Las horas pasan. La Luna se pone, mientras la luz del alba se abre camino… Una cálida bruma envuelve el extremo sur del lago. Es una niebla baja, poco densa, que el primer sol disolverá. Los pescadores bogan atentos para evitar los peligros de unas aguas que bien conocen.
– ¡Vosotros, los de la barca! ¿Tenéis algo para comer?
Una voz masculina viene de la orilla. Una voz que los estremece. Pero se encogen de hombros y responden con fuerte voz:
– No.
– Echad las redes a la derecha y encontraréis.
Echan la red, con un poco de perplejidad. Sacudidas, peso que hace inclinar la barca hacia el lado de la red…
– ¡Es el Señor!- grita Juan.
– ¿El Señor, dices?- pregunta Pedro.
– ¿Pero lo dudas? Nos ha parecido su voz. Pero ésta es la prueba. ¡Mira la red! ¡Como aquella vez! ¡Te digo que es Él!
– ¡Oh, Jesús mío! ¿Dónde estás?
Todos aguzan la vista, queriendo perforar los velos de la niebla, después de haber asegurado bien la red. Reman para ir a la orilla. Pedro, deprisa y corriendo, se ha puesto la túnica corta encima del calzón y se ha echado a nadar. Ahora hiende con grandes brazadas el agua quieta, precediendo a la barca, de manera que es el primero en llegar a la playita desierta.
Allí, sobre dos piedras protegidas por un matorral espinoso, brilla un fuego de hornija. Y allí, cerca del fuego, está Jesús, sonriente y benévolo.
– ¡Señor! ¡Señor!
Pedro jadea a causa de la emoción y no puede decir nada más. Chorrea agua, de forma que no se atreve siquiera a tocar la túnica de su Jesús, y permanece postrado en la arena, con la ropa pegada a sus carnes, adorando.
La barca roza el fondo del guijarral y se detiene. Todos están de pie, inquietos por la alegría…
– Traed aquí algunos de esos peces. La lumbre está preparada. Venid y comed- ordena Jesús.
Pedro corre hasta la barca y ayuda a izar la red. Mete la mano en el montón de peces zigzagueantes y agarra tres de ellos, grandes. Los golpea contra el borde de la barca, para matarlos, y los vacía con su cuchillo. Pero le tiemblan las manos. Los enjuaga, los lleva a donde está el fuego, los coloca encima y vigila cómo se asan. Los otros están adorando al Señor, un poco separados, temerosos ante su imponente Presencia, como siempre tras la Resurrección.
– Mirad, aquí está el pan. Habéis trabajado toda la noche y estáis cansados. Ahora recuperaréis fuerzas. ¿Ya está, Pedro?
– Sí, mi Señor- dice Pedro con una voz aún más ronca de lo habitual, inclinado hacia el fuego, y se seca los ojos, que gotean, como si el humo, irritándolos, les hiciera llorar, al mismo tiempo que irrita también la garganta. Pero no es el humo el que produce esa voz y esas lágrimas… Lleva el pescado. Lo ha dispuesto encima de una hoja rasposa. Jesús hace el ofrecimiento y bendice, parte el pan y los peces. Hace ocho partes. Lo distribuye. Él también lo prueba. Comen con la reverencia con que celebrarían un rito. Jesús los mira y sonríe. Pero guarda silencio.
Luego Jesús, que había permanecido con la cabeza agachada, pensando, alza la cabeza y clava la mirada en Pedro. Lo mira con su mirada de las horas de más poderosos milagros y de más poderoso imperio. Pedro se sobresalta, casi de miedo, se echa un poco hacia atrás… Pero Jesús posa una mano sobre el hombro de Pedro y lo sujeta fuertemente. Teniéndolo así, le pregunta:
– Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?
– ¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero- responde Pedro con seguridad.
– Apacienta mis corderos…
– Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?
– Sí, Señor. Tú sabes que te quiero.
En su voz hay ya cierto estupor por la repetición de la pregunta.
– Pastorea mis ovejas…
– Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres?
– Señor, Tú conoces todo, Tú sabes que te quiero…- le tiembla ya la voz, empañada por un velo de tristeza.
– Apacienta mis ovejas. Tu triple profesión de amor ha borrado tu triple negación. Estás todo puro, Simón de Jonás. Y Yo te digo: asume la vestidura pontifical y lleva a mi rebaño la Santidad del Señor. Cíñete las vestiduras a tu cintura y tenlas bien ceñidas, hasta que, de Pastor, también tú pases a ser cordero. En verdad te digo que cuando eras más joven tú solo te ceñías e ibas a donde querías, pero, cuando seas anciano, extenderás las manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no querrías ir. Pero ahora soy Yo el que te dice: «Cíñete y sígueme por mi mismo camino»».
(Extractos de María Valtorta, «633. Aparición en la orilla del lago y otorgamiento de la misión a Pedro», en El evangelio como me ha sido revelado, vol. X)
Meditación | Luigi Giussani
«El capítulo vigesimoprimero del evangelio de Juan es un documento fascinante del nacimiento histórico de una nueva ética. La historia concreta que se relata es la clave de la concepción cristiana del hombre, de su moralidad en la relación con Dios, con la vida y con el mundo.
Simón, cuyos muchos errores le habían convertido en el más humilde de ellos, sentado también en el suelo frente a la comida preparada por el Maestro, mira a su lado y con asombro y temor ve que se trata de Jesús. Entonces aparta la mirada y se queda así, cohibido. Pero Jesús le habla. Pedro piensa para sí: “¡Dios mío, Dios mío, cuántos reproches me merezco! Ahora me va a decir: ¿Por qué me has traicionado?”. La traición había sido su último gran error, pero toda su vida, aun dentro de su familiaridad con el Maestro, había sufrido tribulaciones debido a su carácter impetuoso, a su temperamento fuertemente instintivo, que le hacía lanzarse sin medir las consecuencias. Se juzgaba a sí mismo a la luz de esos defectos. Aquella traición final había sacado a relucir todos sus fallos: que él no valía nada, que era débil, débil hasta dar lástima. “Simón…” –¡quién sabe el escalofrío que debió recorrer su cuerpo mientras escuchaba esa palabra llegándole al corazón!– “Simón… –y en ese momento quiso levantar la mirada hacia Jesús–, …¿me amas?”. ¿Quién se podía esperar esa pregunta? ¿Quién habría sospechado algo así?
Pedro era un hombre de cuarenta o cincuenta años, con familia e hijos, y, sin embargo, ¡era como un niño frente al misterio de ese compañero con el que se había encontrado por azar! Imaginemos cómo se sentiría al verse traspasado por esa mirada que le conocía hasta el fondo. “Te llamarás Cefas”: su fuerte carácter estaba plasmado en esa palabra, “piedra”, y lo último que se podía esperar era lo que el misterio de Dios y el misterio de aquel Hombre –Hijo de Dios– iban a hacer con esa piedra, a sacar de aquella piedra. Desde el primer encuentro Él se había hecho dueño de su ánimo, había invadido su corazón. Con esa presencia en el corazón miraba Pedro a su mujer, a sus hijos, a los compañeros de trabajo, a amigos y extraños, a personas y multitudes, con la memoria continua de Él pensaba y se dormía. Aquel Hombre se había convertido para él en una revelación grande, inmensa, todavía por esclarecer.
“Simón, ¿me amas?”. “Sí, Señor, yo te amo”. ¿Cómo podía decir eso después de todo lo que había hecho? Ese “sí” era la afirmación de que reconocía en Él una excelencia suprema, una supremacía innegable, una simpatía que arrastraba a todas las demás. Todo quedaba recogido dentro de aquella mirada: era como si su coherencia y su incoherencia pasaran por fin a un segundo plano frente a una fidelidad que sentía como carne de su carne, frente a la forma de vida que aquel encuentro había plasmado en él.
De hecho no hubo ningún reproche. Resonó la misma pregunta: “Simón, ¿me amas?”. Seguro, pero tímido y temblando, respondió de nuevo: “Sí, te amo”. Pero la tercera vez, la tercera vez que Jesús le dirigió la misma pregunta, tuvo que pedirle al mismo Jesús que se lo confirmara: “Sí, Señor, tú lo sabes, tú sabes que te amo. Mi entera preferencia, la preferencia de mi alma, toda la preferencia de mi corazón es para Ti. Tú eres la preferencia absoluta de mi vida, el bien supremo de las cosas. Yo no lo sé, no sé cómo, no sé cómo decirlo y no sé cómo es así, pero a pesar de todo lo que he hecho, a pesar de todo lo que pueda hacer todavía, yo Te amo”.
Este “sí” es el origen de la moralidad, el primer aliento de moralidad en el desierto árido del instinto y de la pura reacción. La moralidad hunde sus raíces en ese “sí” de Simón, un “sí” que puede arraigar en la tierra del hombre solamente gracias a una Presencia dominante, que se comprende, se acepta, se abraza y a la que se sirve con todo el empuje de nuestro corazón, el cual sólo así puede volver a ser como el de un niño. Sin Presencia no hay gesto moral, no hay moralidad».
(Luigi Giussani, Stefano Alberto y Javier Prades, Crear huellas en la historia del mundo. Madrid, Encuentro, 1999. pp. 80-83).
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