4. Jesús muere en la cruz (Valtorta)

Jesús muere en la cruz (Alberto Guerrero).

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MARÍA VALTORTA

Contemplación del misterio

«El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol. La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. 

Jesús palidece de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: «¡Mamá!», «¡Mamá!». 

Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera contenerse. Y María, cada vez que lo oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerlo. La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. 

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto justo debajo de la cruz para verlo mejor, y dice: 

– Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre. 

El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre.

Jesús alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro en el que toda traza de azul y luz han desaparecido. 

Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra oscura, Él le grita con fuerte voz:

¡Eloi, Eloi, lamma sebacteni!

Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo. La gente se burla de Él y se ríe. Lo insultan: 

– ¡Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarlo!

Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima. Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirlo bajo su amargura.

La oscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima. Es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la última y única luz restante.

Y desde esa luz (que ya no es luz) llega la voz quejumbrosa de Jesús: 

– ¡Tengo sed!

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador.

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina, y la ofrece al Moribundo.

Jesús se aproxima hacia la esponja que llega y chupa ávidamente la amarga bebida, pero tuerce la cabeza lleno de repugnancia. 

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. La cabeza cuelga hacia delante, pesadamente. La respiración es cada vez más jadeante. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una inspiración y otra se hacen cada vez más largas.

Y cada vez más débil, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación: 

– ¡Mamá!

Y la pobre susurra: 

– Sí, tesoro, estoy aquí. 

Jesús, con la mirada velada, dice: 

– Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?

Y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo. Ella responde: 

– ¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…

Es sobrecogedor. Y Juan llora sin trabas.

Longinos -que inadvertidamente está rígido, en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada- no quiere emocionarse. Pero su cara se altera y en los ojos aparece un brillo de llanto que solo su férrea disciplina logra contener.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la oscuridad total las palabras: 

– Todo está cumplido- a las que sucede el jadeo, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.

El tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando la respiración áspera del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse.

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.

Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica: 

– ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

Luego sobreviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados. Una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás -una, dos, tres veces- la cabeza, que golpea contra la madera, duramente. Una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y provoca la apertura desmesurada de los párpados. 

Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el «gran grito» de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra «Mamá»… Y ya nada más.

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico». 

(Extractos de Maria Valtorta, «609. La crucifixión, la muerte y el descendimiento», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. X)

***

LUIGI GIUSSANI

Meditación

«Nosotros somos pecadores y la muerte de Cristo nos salva. La muerte de Cristo convierte en bien cualquier pasado que hayamos tenido; nuestro pasado está lleno de sombras que se llaman pecados. La muerte de Cristo nos salva. No se puede reconocer a Cristo en la cruz sin comprender y sentir inmediatamente que esta cruz debe tocarnos a nosotros, que no podemos sustraernos al sacrificio. Desde que el Señor murió, no podemos poner objeciones al sacrificio.

Precisamente a través de nuestra mirada fija en la cruz –donde está Aquel que nos mira con la mirada puesta en la eternidad, una mirada de piedad y de voluntad de salvación, y que siente piedad por nosotros y nuestra nada–, a través de la mirada fija en la cruz se convierte en experiencia de redención lo que para nosotros sería algo tan extraño que parecería abstracto, creado de manera arbitraria. Mirando la cruz aprendemos a percibir experimentalmente su Presencia inexorable y la inevitable necesidad de gracia para el cumplimiento de nuestra vida, para que se llene de alegría. 

En la Virgen, la adoración de nuestro corazón encuentra su ejemplo y su forma. Porque no fue sólo para Cristo la condición de la cruz. La muerte de Cristo en la cruz no salva al mundo automáticamente. Cristo no salva al mundo solo, sino a través de la adhesión de cada hombre al sufrimiento y a la cruz. Lo dice san Pablo: “Yo completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”».

(Luigi Giussani, «Jesús muere en la cruz», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004).

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