5. El santo entierro (Valtorta)

Jesús es sepultado (Alberto Guerrero).

Acceder al vía crucis.

MARÍA VALTORTA

Contemplación del misterio

«Veo la estructura del sepulcro. Es un espacio ganado a la piedra, situado al fondo de un huerto todo florecido. Parece una gruta, pero se comprende que ha sido excavada por la mano del hombre. Está la cámara sepulcral propiamente dicha, con sus nichos, que son como agujeros redondos que penetran en la piedra. Luego, precediendo a esta cámara sepulcral, hay como una antecámara, en cuyo centro está la mesa de piedra para la unción. 

Sobre esta mesa se coloca a Jesús en su sábana. Entran también Juan y María. Las otras mujeres están junto a la abertura de entrada. Los dos portadores destapan a Jesús. Mientras ellos, en un rincón, encima de una especie de repisa, a la luz de dos antorchas, preparan vendas y aromas, María se inclina sobre su Hijo y llora. Y otra vez lo seca con el velo que sigue en sus caderas. Es el único lavatorio para el Cuerpo de Jesús: este de las lágrimas maternas. 

María no se cansa de acariciar esos miembros helados. Y, con una delicadeza mayor que si tocara las de un recién nacido, toma las pobres manos atormentadas, las agarra con las suyas, besa los dedos, los extiende, trata de recomponer los desgarros de las heridas… Se lleva a las mejillas esas manos que ya no pueden acariciar, y gime, gime invadida por su atroz dolor. 

Al verlo otra vez, María vuelve a gritar como en el Calvario. Tanto se retuerce, llena de dolor, llevándose las manos a su corazón, traspasado como el de Jesús, que parece como si la lanza la traspasara a Ella. ¡Cuántos besos en esa herida! Luego vuelve la cabeza y la endereza. Trata de cerrar los párpados que se obstinan en permanecer semicerrados; y la boca, que ha quedado un poco abierta, contraída. Ordena los cabellos, desenreda los mechones más largos, los alisa entre sus dedos. 

Y gime, gime porque se acuerda de cuando era niño. De su amor por Él, de sus cuidados, temerosos incluso del aire más vivo, que contrastan ahora con los padecimientos causados por los hombres. Al no poder verlo así, desnudo, rígido, encima de una piedra, María gime: “¿qué te han… qué te han hecho, Hijo mío?”, mientras lo recoge todo en sus brazos y estrechándolo contra su pecho lo acuna como en la gruta de la Natividad.

– ¡Pobre Hijo! ¡Cuántas heridas!… ¡Cómo has sufrido! ¡Mira lo que te han hecho!… ¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos son de hielo. ¡Y qué inertes! ¡Pobres manos! ¡Dáselas a tu Madre, tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira qué laceradas están!

Ahora la Madre acongojada vuelve a inclinarse hacia el Hijo, abstrayéndose de cualquier otra cosa que no sea Él, y susurra quedo: 

– ¿Tú recuerdas, Hijo, aquella sublime vestidura de esplendores que todo vistió mientras nacías a este mundo? ¿Recuerdas aquella beatífica luz que el Padre mandó desde el Cielo para envolver el misterio de tu florecer y para que te fuera menos repulsivo este mundo oscuro, a ti que eras Luz y venías de la Luz del Padre y del Espíritu Paráclito? 

¿Y ahora?… Ahora oscuridad y frío… ¡Cuánto frío! ¡Cuánto!, ¡y me llena de temblor! Más que aquella noche de diciembre. Entonces, el tenerte daba calor a mi corazón. Y Tú tenías a dos amándote… Ahora… Ahora solo yo, y moribunda también. Pero te amaré por dos: por los que te han amado tan poco, que te han abandonado en el momento del dolor; te amaré por los que te han odiado. Por todo el mundo te amaré, Hijo. No sentirás el hielo del mundo.

La voz se ha ido elevando, y ahora con plena fuerza dice: 

– Marchaos. Yo me quedo. Volveréis dentro de tres días y saldremos juntos. ¡Oh, volver a ver el mundo apoyada en tu brazo, Hijo mío! ¡Qué hermoso será el mundo a la luz de tu sonrisa resucitada! ¡El mundo estremecido al paso de su Señor!

Nicodemo y José se acercan y ponen en una especie de asiento que hay junto a la otra parte de la piedra, vasos y vendas y la sábana limpia y un barreño con agua. María, que ve esto, pregunta con fuerte voz: 

-¿Qué hacéis? ¿Qué queréis? ¿Prepararlo? ¿Prepararlo para qué? Dejadlo en el regazo de su Madre. Si logro darle calor, resucita antes; si logro consolar al Padre y consolarlo a Él del odio deicida, el Padre perdona antes y Él vuelve antes. 

La Dolorosa está casi en estado de delirio. 

– ¡No, no os lo doy! Una vez lo di, una vez lo di al mundo, y el mundo no lo ha recibido. Lo ha matado por no querer tenerlo. ¿Creéis? ¿Creéis en su Resurrección? No. ¿Por qué estáis ahí, preparando aromas y vendas? Porque lo consideráis un pobre muerto, hoy gélido, mañana descompuesto, y queréis embalsamarlo por esto. 

Dejad vuestros ungüentos. Venid a adorar al Salvador con el corazón puro de los pastores betlemitas. Mirad: duerme. Vosotros adorad al Salvador mientras duerme su sueño de Triunfador de Satanás. Y luego, como los pastores, id a decir al mundo: «¡Gloria a Dios! ¡El Pecado ha muerto! ¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz en la Tierra y en el Cielo entre Dios y el hombre!». Preparad los caminos de su regreso. Yo os envío. Yo, a quien la Maternidad hace Sacerdotisa del rito. Id».

(Extractos de Maria Valtorta, «610. Angustia de María en el Sepulcro y unción del Cuerpo de Jesús», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. X)

***

LUIGI GIUSSANI

Meditación

«Todo el mundo juzga el dolor como un castigo. Se piensa que el hombre al que le asalta el dolor se ve obligado a la renuncia, al sacrificio, como si Dios le golpeara y humillara. Todos excepto María. ¡Qué transparente fue para su corazón, crucificado con el de Cristo, que el castigo que nos da la salvación, que exalta la vida, había caído sobre Él, y por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre!

“Haz que mi corazón arda de amor a Cristo Dios para complacerle”. En esto radica la gran ley moral. De aquí brota la verdadera ley moral, de la que nace toda moral: complacer a aquel hombre crucificado, complacer al misterio de Dios que se ha hecho hombre y fue crucificado por mí, y que resucitó para que yo fuese liberado». 

(Luigi Giussani, «Bajan a Jesús de la cruz y lo entregan a su madre», en Vía Crucis, Madrid, Ediciones Encuentro, 1999)

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