1. Oración en Getsemaní (Valtorta)
La Verónica limpia el rostro de Jesús (Alberto Guerrero).
Acceder al vía crucis.
Contemplación del misterio
MARÍA VALTORTA
«Jesús se echa a andar y se separa de los apóstoles, mientras Pedro pide la antorcha a Simón. Jesús hace un gesto con la mano, entre una bendición y un adiós, y luego toma su camino.
La Luna, ya bien alta, envuelve con su luz la esbelta figura de Jesús, y parece hacerla más alargada incluso, espiritualizándola. Detrás de Él, aceleran el paso Pedro y los dos hijos de Zebedeo. Prosiguen hasta el límite del primer desnivel del rústico anfiteatro del olivar. Luego Jesús dice:
– Deteneos, esperadme aquí mientras oro. Pero no os durmáis. Podría necesitaros. Y os lo pido por caridad: ¡orad!
Jesús los deja. Camina, dándoles la espalda. Veo que un gran sufrimiento dilata aún más sus ojos. Sube cabizbajo. Solo de vez en cuando alza la cabeza, suspirando como si le costara esfuerzo y jadeara, y entonces recorre con su mirada tristísima el plácido olivar. Jesús continúa hasta una voluminosa piedra que en un determinado punto corta el senderillo. Junto a ella, justo un poco más arriba, prominente, hay un olivo todo nudoso y retorcido.
Jesús pronuncia una larga, ardiente oración. Es una oración hecha del amor y necesidad que de Él brotan: verdadera elocución dirigida a su Padre:
– Tú lo sabes… Soy tu Hijo… Todo. Pero ayúdame… Ha llegado la hora… Yo ya no soy de la Tierra. Cesa toda necesidad de ayuda a tu Verbo… Que el Hombre te aplaque como Redentor, de la misma forma que la Palabra te ha sido obediente… Lo que Tú quieras… Para ellos te pido piedad. Para el hombre, que es creación tuya y que quiso transformar en barro también su alma. Yo echo en mi dolor y en mi Sangre ese barro, para que vuelva a ser esa incorruptible esencia del espíritu grato a ti…
Jesús se vuelve, apoya su espalda en la roca y cruza los brazos. Mira a Jerusalén. La cara de Jesús es cada vez más triste. Susurra:
– Parece de nieve… y es toda ella un pecado. ¡A cuántos he curado también en ella! ¡Cuánto he hablado!… ¿Dónde están los que parecían serme fieles?…
Jesús agacha la cabeza y mira fijamente al suelo. Aunque tenga la cabeza baja, comprendo que está llorando, porque algunas gotas, al caer de la cara al suelo, brillan. Regresa donde los tres apóstoles, que están sentados alrededor de su hoguerita. Los encuentra medio dormidos.
– ¿Dormís? ¿No habéis sabido velar una hora tan solo? ¡Tengo mucha necesidad de vuestro consuelo y vuestras oraciones!
Los tres se sobresaltan, confundidos. Susurran una disculpa.
– Orad y velad. También vosotros lo necesitáis.
– Sí, Maestro. Te obedeceremos.
Jesús se marcha de nuevo. La Luna da tan fuerte claror de plata, que tiñe la túnica roja de palidez y me lo muestra desconsolado, doliente, envejecido. Vuelve a su piedra, aún más lento y encorvado. Se arrodilla y apoya los brazos en la roca.
Luego prosigue en su oración y su meditación. Debe ser muy angustiosa, porque para evitarla se alza y va y viene, susurrando palabras que no capto, alzando la cara, bajándola de nuevo. Gesticula hacia Jerusalén. Luego vuelve a alzar los brazos hacia el cielo como para invocar ayuda. Está lleno de congoja. Quiere orar para superarla, pero con la oración vuelven los recuerdos, los temores, las dudas, las añoranzas… Es un alud de nombres… ciudades… personas… hechos… Es su vida evangélica lo que desfila ante Él… y le trae el recuerdo de Judas el traidor. Es tanta la congoja, que grita, para vencerla, el nombre de Pedro y Juan. Y dice:
– Ahora vendrán. ¡Ellos son muy fieles!
Pero «ellos» no vienen. Llama de nuevo. Parece aterrorizado, como viendo algo que no sabemos. Huye rápidamente hacia donde están Pedro y los dos hermanos, y los encuentra dormidos.
– ¡Pedro! ¡Os he llamado tres veces! ¿Pero qué hacéis? ¿Dormís todavía? ¡Pero no sentís cuánto sufro! Orad. Que la carne no venza, en ninguno. Que no os venza. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Ayudadme… ¡Estoy en una angustia que me mata!
Jesús los mira… No los mortifica con reproches. Menea la cabeza, suspira y vuelve a marcharse al lugar de antes. Ora de nuevo, en pie con los brazos en cruz. Luego gime y solloza fuertemente, tan abatido sobre los calcañares, que está casi prosternado. Llama al Padre, cada vez con más congoja…
– ¡Oh! -dice- ¡Es demasiado amargo este cáliz! ¡No puedo! ¡No puedo! Está por encima de lo que Yo puedo. ¡Todo lo he podido! Pero no esto… ¡Aléjalo, Padre, de tu Hijo! ¡Piedad de mí!… ¿Qué he hecho para merecerlo?
Luego, cobrando nuevas fuerzas, dice:
– Pero, Padre mío, no escuches mi voz si pide algo contrario a tu voluntad. No recuerdes que soy Hijo tuyo, sino solo servidor tuyo. No se haga mi voluntad, sino la tuya.
Permanece así durante un rato. Luego emite un grito ahogado y levanta la cara: es un rostro desencajado. Un instante solo. Luego se derrumba, rostro en tierra, y se queda así. Un deshecho de hombre sobre el que pesa todo el pecado del mundo, sobre el que se abate toda la Justicia del Padre, sobre el que desciende la tiniebla, la ceniza, la hiel, esa tremendísima cosa que es el abandono de Dios. Es la asfixia del alma, es estar sepultados vivos en esta cárcel que es el mundo; es chocar de plano contra un Cielo cerrado; es la locura, la agonía, la duda… ¡Es el infierno!»
(Extractos de Maria Valtorta, «602. Hacia el Getsemaní con once apóstoles. La agonía y el prendimiento», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. IX)
***
Meditación
LUIGI GIUSSANI
«Mi alma está triste hasta la muerte y ¿qué debo decir: “Padre, sálvame de esta hora [ante el pensamiento del sacrificio, ante el pensamiento de la muerte, del repudio…]?”. Pero para esto he venido [para esto he sido elegido, llamado, educado amorosamente por el misterio del Padre, por la caridad del Hijo, por la cálida luz del Espíritu. Mi alma está triste hasta la muerte y ¿qué debo decir: “Padre, sálvame de esta hora? Elimina esta situación, Padre, elimina esta situación… ¿Debo decir eso?”. ¡Pero precisamente para esto he venido!]». Así podré decir al final: «Padre, glorifica tu nombre [glorifica tu voluntad, realiza tu designio], que yo no comprendo [porque no comprendía esa extrema injusticia]. Padre, glorifica tu nombre que yo temo y respeto, al cual obedezco, al que amo: mi vida es Tu designio, Tu voluntad».
Cuántas veces deberíamos volver a leer este párrafo rezando al Espíritu y a la Virgen para ensimismarnos con el instante más lúcido y fascinante en el que la conciencia del hombre Cristo, Jesús, se expresó. Se puede sorprender esta conciencia desde sus más profundas entrañas hasta sus cumbres más altas, contemplar su ejemplo de amor al Ser, de respeto a la objetividad del Ser, de amor a su origen y a su destino y al contenido del designio del Padre sobre el tiempo y la historia. «Padre, si es posible, que yo no muera; pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Es la aplicación suprema de nuestro reconocimiento del Misterio, uniéndonos al hombre Cristo arrodillado y sudando sangre en la agonía de Getsemaní: la condición para ser verdaderos en una relación es aceptar el sacrificio».
(Luigi Giussani, «La oración de Jesús en el huerto», en El Santo Rosario, Madrid, Ediciones Encuentro, 2004).
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