6. El sepulcro vacío (Valtorta)

MARÍA VALTORTA

Contemplación del misterio

«Entran las mujeres con lámparas y recipientes de anchas bocas. Lo colocan todo encima de una mesa. Han terminado. María se levanta y busca su manto. Pero todas se arremolinan en torno a Ella para convencerla de que no vaya. 

-No te tienes en pie, María. Hace dos días que no tomas alimento.

-Sí, Madre. Lo haremos pronto y volveremos enseguida. No temas. Lo embalsamaremos como a un rey.

 Pero María insiste: 

-Es mi deber –dice- Siempre lo he cuidado yo. Sólo en estos tres años que ha estado en el mundo he dejado que otros lo hicieran, pero ahora que el mundo lo ha rechazado y negado, de nuevo es mío; y yo de nuevo soy su sierva. 

Pedro, que con Juan se había acercado a la puerta, al oír estas palabras se aparta. Huye a algún rincón escondido para llorar por su pecado. Juan permanece junto a la puerta. No dice nada. Quisiera también ir él, pero hace el sacrificio de quedarse con la Madre. 

María Magdalena lleva a la Virgen a su silla. Se postra ante Ella, abraza sus rodillas y, alzando su rostro doliente y enamorado, le promete: 

-Él, con su Espíritu, todo lo sabe y todo lo ve. Pero a su Cuerpo, con besos, le expresaré tu amor. Yo sé lo que es el amor. Si, la pecadora puede saber lo que es el amor santo a la Misericordia viviente. Madre, confía en mí. Yo sabré acariciar dulcemente sus miembros santos. Y la muerte no hará mella en esa carne que tanto amor ha dado y tanto amor recibe. Huirá la Muerte, porque el Amor es más fuerte que la Muerte.

 María besa a esta apasionada y cede ante sus ruegos. Las mujeres parten llevando consigo una lámpara. La última en salir es la Magdalena, después de un último beso a la Madre, que se queda. La casa está del todo oscura. 

María se pone de rodillas y ora durante largo rato. Es verdaderamente un ser abatido. Se halla tan sumergida en la plegaria que no advierte siquiera la sacudida de un breve pero violento terremoto que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras Pedro y Juan, pálidos como muertos, se retiran al Cenáculo…

Entretanto las mujeres, dejada ya la casa, caminan, sombras en la sombra, muy cerca del muro. Durante un rato guardan silencio, bien arrebozadas y medrosas por tanto silencio y soledad. Luego, recobrando los ánimos, se reúnen en grupo y encuentran el valor para hablar. 

-¿Estarán abiertas ya las puertas?- pregunta Susana. 

-Claro que sí. Mira allí el primer hortelano que entra con las verduras. 

-¿Nos dirán algo los soldados de la puerta Judicial? Por esa puerta… entran pocos y salen todavía menos… Crearemos recelos… 

-Pero… Para no llamar la atención de algún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego volvemos pegadas al muro?… Alargamos el camino, pero estaremos más seguras –propone Salomé-.

-No. Tenemos que darnos prisa y volver pronto –replica resueltamente la Magdalena- Mirad, haremos lo siguiente: yo me adelanto y observo; vosotras venís detrás y, si hay peligro, me pongo en medio del camino para advertiros. Pero os aseguro que los soldados al ver esto –y enseña una bolsa llena de monedas- nos dejarán hacer todo.

Y María Magdalena ataja otros posibles comentarios yéndose rauda con su bolsa de bálsamos y sus monedas en el pecho. Va tan rápida, que parece volar por el camino, que se hace más alegre con el primer rosicler de la aurora. Pasa la puerta Judicial para ahorrar tiempo. Y nadie la para… 

La Magdalena está ya en la entrada del caminito que lleva al huerto de José de Arimatea cuando la sorprende el potente estampido, potente pero armónico, de este signo celeste. Al mismo tiempo, en el claror levemente rosado de la aurora, se enciende una gran luz, que desciende como si fuera un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zig-zag el aire sereno. Pasa muy cerca de María de Magdala (casi hace que se caiga al suelo). Ella se pliega un poco susurrando: «¡Mi Señor!», y luego, como un tallito tras el paso del viento, se endereza de nuevo y, más veloz, corre hacia el huerto. 

Entra en él rápidamente: va hacia el sepulcro de roca como un pájaro perseguido en busca de su nido. Pero, a pesar de toda su prisa, no puede estar allí cuando el celeste meteoro hace de palanca y de llama en la argamasa con que está sellada y reforzada la pesada piedra; ni cuando, con un último fragor, la puerta de piedra cae produciendo una vibración que se une a la del terremoto. Este, a pesar de ser breve, es de una violencia tal, que echa por tierra a los soldados. María, al llegar, encuentra  a estos inútiles carceleros del Triunfador esparcidos por el suelo como un haz de espigas cortadas. Parecen muertos. 

Al ver ese espectáculo, la Magdalena cree que se trata del castigo de Dios contra los profanadores del Sepulcro, y cae de rodillas diciendo: -¡Ay, se lo han llevado! Está verdaderamente desolada. Llora como una niña. 

Luego se alza y se marcha corriendo en busca de Pedro y Juan sin acordarse ya de las compañeras. Veloz como una gacela, atraviesa la puerta Judicial y corre presurosa por las calles hasta llegar al portón de la casa amiga, que golpea y empuja furiosamente. Le abre la dueña. 

María de Magdala, jadeante y angustiada, irrumpe en el Cenáculo. Nada más entrar, frente a los dos apóstoles, dice: 

-¡Se han llevado del Sepulcro al Señor! ¿Quién sabe dónde lo habrán puesto?- y por primera vez se tambalea y vacila, agarrándose donde puede para no caer».

(Extractos de Maria Valtorta,  «616. La mañana de la Resurrección. Oración de María» y «619. Las pías mujeres al pie del Sepulcro», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. X)

***

JOSEPH RATZINGER

Meditación

«Confesar la resurrección de Jesucristo es para los cristianos decir con seguridad que lo que solo parecía un bonito sueño es una auténtica realidad: que el amor es más fuerte que la muerte (Cantares 8,6). En el Antiguo Testamento con esta frase se ensalza el poder del eros, pero esto no significa que la debamos excluir como exageración poética. La pretensión sin límites el eros, su desmesura e inmensidad aparentes, lo que hacen es desvelar un gran problema, el problema fundamental de la existencia humana, y manifestar la esencia y la profunda paradoja que es el amor. El amor requiere perpetuidad, imposibilidad de ser destruido. Más aún, es un grito que pide perpetuidad, pero que no puede darla, un grito que demanda eternidad, pero que está enmarcado en el ámbito de la muerte, en su soledad y en su poder de destrucción. Ahora podemos entender lo que significa “resurrección”, es el amor que es más fuerte que la muerte […].

Cuando para alguien el amor vale más que la vida, es decir, cuando alguien está dispuesto a subordinar la vida al amor, el amor puede más que la muerte y es más fuerte que ella. Pero para que el amor sea más fuerte que la muerte, tiene que ser algo más que la simple vida. Ahora bien, si el amor no solo quiere ser esto, sino que realmente lo es, el poder del amor superaría el poder de lo biológico y lo pondría a su servicio […], el bios quedaría rodeado e incorporado por la fuerza del amor, rebasaría sus límites, la muerte, y generaría unidad donde hay separación. Si el amor a los demás fuese tan grande que no solo pudiera revivir su recuerdo, la sombra de su ser, sino a ellos mismos, iniciaríamos una nueva etapa de la vida que superaría las evoluciones y mutaciones biológicas y pasaría a un plano totalmente distinto, donde el amor no estaría sometido al bios, sino que lo pondría a su servicio. Esta última etapa de evolución y mutación no sería ya un estado biológico y comenzaría el espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja atrás el poder de la muerte. Este estadio último de la evolución, que es lo que el mundo necesita para alcanzar su meta, no pertenecería ya al reino de lo biológico, sino que sería obra del espíritu, de la libertad y del amor. Ya no sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo.

Podemos decir ahora que el amor crea siempre una especie de inmortalidad […], pero crear esa inmortalidad no es para él algo accidental, una cosa más, sino algo que constituye su esencia. A esta afirmación se le puede dar la vuelta y decir que la inmortlidad es siempre fruto del amor, no de la autarquía. Seamos  suficientemente atrevidos como para aplicar a Dios esta frase tal y como lo ve la fe cristiana. Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es lo que permanece y subsiste, porque es ordenación mutua entre las tres personas, su abrirse en el “unos para otros” del amor. Acto, sustancia del amor absoluto, y por eso totalmente relativo, que solo vive en la relación de unas para con otras […]. La revolución frente a lo antiguo que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios consiste a nuestro juicio en que el Cristianismo entendió lo absoluto como absoluta relatividad, como relatio subsistens.

Retrocedamos un poco. El amor crea la inmortalidad y la inmortalidad nace del amor. Esto significa que el que ha amado a todos les ha hecho a todos inmortales. Esto es lo que quiere decir la Biblia cuando dice que su resurrección es nuestra vida. A partir de aquí entendemos también a Pablo, que argumenta de una forma tan especial que nos sorporende: “si Él resucitó, también nosotros resucitaremos, porque el amor es más fuerte que la muerte. Y si no resucitó, tampoco resucitaremos nosotros porque entonces la muerte es quien tiene la última palabra” (Corintios 15,16)».

(Joseph Ratzinger, «Resucitó de entre los muertos», en Introducción al Cristianismo).

Otras entradas

Alberto Guerrero
Alberto Guerrero
Alberto Guerrero
Alberto Guerrero
Alberto Guerrero
Pixabauy
0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.