7. Aparición a María Magdalena (Valtorta)

MARÍA VALTORTA

Contemplación del misterio

«-¡Cómo! ¿Qué dices?– preguntan Pedro y Juan. 

Y la Magdalena, jadeante, les cuenta: 

-Yo me adelanté… para comprar a los soldados que estaban de guardia… para que nos permitieran embalsamarlo. Ellos están allí como muertos… El Sepulcro está abierto, la piedra por el suelo… ¿Quién? ¿Quién habrá sido? ¡Venid! Vamos corriendo… 

Pedro y Juan se ponen en camino. María, antes de seguirlos, agarra a la dueña de la casa y, zarandeándola con violencia, le dice: 

-Que no se te ocurra dejar pasar a nadie donde está Ella (y señala la puerta de la habitación de María). Recuerda que yo mando en ti. Obedece y calla. 

Y, dejándola verdaderamente sobrecogida, da alcance a los apóstoles, que con paso veloz van hacia el Sepulcro… Juan es el primero en llegar y, cuando lo hace, los soldados ya no están. Juan se arrodilla entonces, temeroso y afligido, ante la entrada, que se halla totalmente abierta. Mira hacia el interior y solo ve, en el suelo, los paños de lino, puestos en un montón encima de la Sábana. 

-¡Verdaderamente no está, Simón! Es como decía María. Ven, entra, mira. 

Pedro, jadeando, entra en el Sepulcro. Sólo piensa en descubrir dónde puede estar el Maestro. Incluso lo llama con su voz… La oscuridad, a esta hora de la mañana, es todavía grande dentro del Sepulcro, cuya única fuente de luz es la pequeña abertura de la puerta, sobre la que se dibuja ahora el perfil de Juan y la Magdalena… Pedro tiene dificultad para ver, de forma que tiene que ayudarse con las manos… Toca, temblando, la mesa de la unción y la siente vacía… 

-¡No está, Juan! ¡No está!… ¡Ven también tú! Yo he llorado tanto, que casi no veo con esta poca luz. 

Juan se pone de pie y entra. Mientras Juan hace esto, Pedro descubre el sudario, colocado en un rincón, bien doblado; y, dentro del sudario, cuidadosamente enrollada, la sábana. 

-Verdaderamente se lo han llevado. Los soldados estaban aquí para esto… Y nosotros se lo hemos permitido…¡Oh! ¡Dónde lo habrán puesto!

-Pedro… Pedro… ahora sí que ya no hay nada que hacer. 

Los dos discípulos salen abatidos por completo. 

-Vamos, mujer. Díselo tú a su Madre… 

-Yo no me marcho. Me quedo aquí… Aquí hay todavía algo de Él… Respirar el aire donde Él ha estado es el único consuelo que nos queda. 

-El único consuelo… Ahora tú también te percatas de que esperar era una quimera… – dice Pedro. 

María ni siquiera responde. Se deja caer al suelo, justo junto a la entrada, y llora mientras los otros se marchan lentamente. Luego levanta la cabeza y mira adentro, y, a través de las lágrimas, ve a dos ángeles, sentados el uno en la cabecera y el otro en los pies de la piedra de la unción. 

Está tan aturdida la pobre María, en su más fiera batalla entre la desesperanza y la fe, que los mira alelada, sin asombro siquiera. Ya no tiene sino lágrimas la mujer fuerte que ha resistido todo con heroísmo. 

-¿Por qué lloras, mujer?- pregunta uno de los dos luminosos muchachos (porque su aspecto es el de dos hermosísimos adolescentes). 

-Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. 

María habla con ellos sin miedo. No pregunta: «¿Quiénes sois?». Nada. Ya nada le causa estupor. Todo lo que puede asombrar a una criatura ella ya lo ha sufrido. Ahora es sólo un ser quebrantado que llora sin fuerzas y sin reserva. 

El jovencito angélico mira a su compañero y sonríe. Y el otro también. Y, resplandeciendo de júbilo, ambos miran afuera, hacia el huerto del todo florecido por los millones de corolas que se han abierto con el primer sol en los tupidos manzanos del pomar. 

María se vuelve para ver a quién miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo, a quien no sé cómo no reconoce inmediatamente. Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: 

-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? 

Es un Jesús velado por su propia piedad hacia la criatura; una criatura agotada con tantas emociones que podría morir a causa de la repentina alegría; pero en verdad me pregunto cómo no lo reconoce. Y María, entre sollozos: 

-¡Se me han llevado al Señor Jesús! Había venido a embalsamarlo en espera de que resucitara… He reunido todo mi coraje y mi esperanza y mi fe en torno a mi Amor… y ahora ya no lo encuentro… ¡Todo es inútil! Los hombres me lo han arrebatado… ¡Oh, mi señor, si eres tú el que se lo ha llevado, dime dónde lo has puesto! Y yo iré por Él… 

-¡María! 

Jesús aparece radiante al llamarla. Se revela con su esplendor triunfante. 

-¡Rabhuní! 

El grito de María es verdaderamente «el gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Y María, al emitir este grito que llena el huerto, se alza y, presurosa, va a los pies de Jesús, a esos pies que quisiera besar. Jesús, tocándola apenas con la punta de los dedos en la frente, la separa: 

-¡No me toques! No he subido con esta figura todavía a mi Padre. Ve donde mis hermanos y amigos y diles que subo al Padre mío y vuestro, a mi Dios y a vuestro Dios, y que luego iré donde ellos. 

Y Jesús, absorbido por una luz irresistible, desaparece. María besa el suelo donde Él estaba y corre hacía la casa. Entra como un rayo, abre la puerta de la habitación de María y se deja caer en el corazón de Ella, gritando: 

-¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!- y llora llena de dicha».

(Extractos de Maria Valtorta,  «619. Las pías mujeres al pie del Sepulcro», en El evangelio como me ha sido revelado, Isola del Liri, Centro Editorale Valtortiano, 2021, vol. X)

***

DAVIDE PROSPERI Y JULIÁN CARRÓN

Meditación

«En este pasaje tenemos la respuesta a dos preguntas: ¿Cómo se puede vivir? y ¿Cuál es nuestra tarea en el mundo? Sólo al responder a la primera, “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”, sólo al encontrar la Presencia que ella buscaba y que respondía a su llanto, tuvo algo que comunicar y que decir a los demás: “He visto al Señor”. 

Es un gran consuelo para cada uno de nosotros que esto le haya sucedido a una persona desconocida como María Magdalena, porque nos ayuda a comprender que no existe ninguna condición previa, no hay necesidad de estar a la altura de nada, no hace falta ninguna dote particular para buscarle a Él. Esta búsqueda puede incluso hallarse escondida en lo profundo de nuestro ser, bajo todos los deshechos de nuestro mal o de nuestro olvido, pero nada puede evitarla, nadie puede detener a esa mujer en su búsqueda. 

Para sorprender en uno mismo la misma tensión no se necesita nada más que esa “moralidad original”, esa apertura total, esa coincidencia consigo mismo hasta el fondo, esa no-lejanía de uno mismo que lleva a decir, como en el Cantar de los cantares, “En mi lecho, por la noche, buscaba el amor de mi alma”, “¿Habéis visto al amor de mi alma?”»

(Davide Prosperi y Julián Carrón, «¿Cómo nace una presencia?». Apuntes de la Jornada de apertura de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de CL. Mediolanum Forum, Assago (Milán), 28 de septiembre de 2013).

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