A propósito de las tentaciones (I)

Comenzamos una serie de enseñanzas de san Isaac de Nínive sobre cómo afrontar las tentaciones. En su discurso 39 dice así:

Las dificultades que tenemos que afrontar por causa del bien hemos de amarlas tanto como la misma bondad. Nadie puede adquirir una renuncia genuina (es decir, la renuncia al pecado para vivir en santidad), sino aquel que se ha determinado firmemente en lo profundo de su pensamiento a soportar con agrado la aflicción y las tribulaciones. Y nadie puede soportar con paciencia las aflicciones sino quien cree de verdad que las tribulaciones son algo más excelente que aquellos consuelos corporales que, sin duda, recibirá una vez pasadas las pruebas. Quien prepara su alma para la renuncia debe procurar, en primer lugar, que en su interior se encienda como una llama, el amor a las tribulaciones. Sólo después podrá formar el propósito de renunciar a todas las cosas del mundo. Y quien se acerca a las tribulaciones ha de reafirmarse antes de nada en la fe. Solo después estará en condiciones de afrontar las más duras pruebas.

Es lo que la carta a los Hebreos nos enseña en su capítulo 11, os animo a leerlo entero porque no tiene desperdicio. Ya el libro del Eclesiástico nos dice: “Si quieres servir al Señor prepárate para la prueba” (Eclo 2, 1). La clave es que dejemos de pedir que nos libere de la tentación o la tribulación, sino que nos conceda amarla. Jesús, de hecho, nos invita a pedir al Padre: “Libéranos del mal”; sin embargo, de la tentación dice: “No nos dejes caer” o en una traducción literal del arameo: “No nos sueltes en el momento de la tentación”. Entonces ¿por qué es tan importante afrontar las aflicciones, disgustos, sufrimientos exteriores e interiores? Porque éstas nos hacen experimentar la dependencia del Padre, así como los engaños del mundo. Lo que nos impide avanzar en la santidad no son nuestras faltas cotidianas sino esa “cierta dulzura” del pecado, que todavía amamos. El dolor de la oscuridad de la fe nos purifica, nos hace buscar al Señor como pobres, “gritar” como el ciego o el leproso: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador”. No huyamos de las dificultades; afrontémoslas -como dice Isaac- desde la fe. 

Recordad aquellos días primeros, en los que, recién iluminados, soportasteis múltiples combates y sufrimientos: unos, expuestos públicamente a oprobios y malos tratos; otros, solidarios de los que eran tratados así. Compartisteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que teníais bienes mejores y permanentes. No renunciéis, pues, a vuestra valentía, que tendrá una gran recompensa. Os hace falta paciencia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la promesa. Un poquito de tiempo todavía | y el que viene llegará sin retraso; mi justo vivirá por la fe, | pero si se arredra le retiraré mi favor. Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma (Hebr 10, 32-39).

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