Amor esponsal y conyugalidad

La esponsalidad es un modo de expresar lo humano, asumido por Cristo, quien en su existencia terrena ofreció la fecundidad y la virginidad de su vida, para gloria de su Padre. El hombre, por ser persona, es una realidad esponsal, sea consciente o no de ello, porque su vida es un signo de Trascendencia que se percibe como una relación de amor. La Iglesia reproduce en sus miembros ambos carismas, como vocaciones singulares, que manifiestan todo el amor esponsal de Cristo.

La vocación de la persona es una llamada a vivir una historia de amor, una vida penetrada por el amor, que se hace amor paterno-filial, en la relación entre padres e hijos, amor de amistad y benevolencia con todos nuestros próximos y amor esponsal como donación a modo de promesa de una comunión perfecta, que es exigible a toda vocación cristiana; todos estos modos del amor no son estancos entre sí, se relacionan y refuerzan, contribuyen cada uno a su manera a la perfección del hombre, que es el amor.

Porque la donación esponsal es plenamente personal e identificable por sus características: totalidad, corporalidad y exclusividad. Totalidad, porque se comparte la vida y no una parte de ella, es una “donación sin devolución, orientada a la irrevocabilidad, dentro de una totalidad de sentido. Corporalidad, como un todo, propia de una relación interhumana en donde se pone en juego la entrega del corazón, la determinación por un estado de vida que focaliza la existencia y la determina, un querer a alguien y sentirse querido. Y finalmente la exclusividad, porque la persona que se entrega es a su vez recibida, en su totalidad y corporalidad, en un proceso de unificación interior. Ninguno de los otros amores goza de esta exclusividad (Cf. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, Amor conyugal y vocación a la santidad, Seminario Master Ciencias del Matrimonio y de la Familia, Instituto Juan Pablo II , Madrid 2001).

El amor esponsal supone un don total y exclusivo, un principio estructurante de la afectividad, que vocacionalmente se abre en dos modalidades, el amor esponsal-virginal de la consagración a Cristo, en la totalidad del don propia de la virginidad y el amor esponsal-conyugal de los esposos, cuyo centro afectivo es el amor que los esposos se prodigan entre sí y que realiza el camino para crecer en la caridad (Cf. L.M. VIVES SOTO, Leopoldo M., El Matrimonio y la Virginidad consagrada en la Historia de la Teología. Curso en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios de Matrimonio y Familia, Valencia 2001-2002). 

Matrimonio y virginidad tienen ese mismo denominador común. La conyugalidad ha de entenderse así como un modo parcial de vivir la esponsalidad dentro del matrimonio. En el caso de la virginidad cristiana, consagrarse es donarse.

La esponsalidad como modo de comunicación es una forma de lenguaje y previo a éste un modo de vivir, una realidad existencial, como experiencia duradera, profunda, que conforma la propia psicología y se incorpora a la propia personalidad. La esponsalidad es la forma de expresar la reciprocidad amorosa, a la que estamos llamados en nuestras relaciones interpersonales comunitarias, por el hecho de que la persona humana es un ser hecho para la comunión y para el amor. Subyace en esta descripción una adecuada antropología del hombre de alteridad, reciprocidad, respectividad como base de una justa teología.

La condición esponsal requiere para su comprensión de una metafísica antropológica que sea capaz de iluminar con serenidad y con verdad al hombre, en su condición dual, hecho a imagen y semejanza de Dios. Las distintas reducciones antropológicas, como el aislamiento narcisista o la masificación anónima, han oscurecido una comprensión teológica posterior, que permita vislumbrar el Rostro y la Belleza del Creador. Ambos estados ayudan a comprenderse mutuamente, ambos tienen carácter esponsal y ninguno de los dos llega a comprenderse sin responder al serio interrogante de quién es el hombre y su destino, en el misterio de la libertad.

Sin una apropiada convergencia e integración entre el momento fenomenológico, el metafísico y la apertura del corazón a la Revelación del Dios vivo y personal, se llega a un callejón sin salida, un laberinto, propio de la cultura posmoderna, que se manifiesta en una existencia inauténtica, irreflexiva, inmadura. Los sillares de la condición esponsal, sus fundamentos, nos reconducen a una antropología de la confianza, en la consideración del hombre histórico concreto, sin reduccionismos,

El texto de R.M. Rilke nos muestra la consideración del hombre real en su finitud y la experiencia con Aquel que todo lo puede: 

Esta es la paradoja del amor entre un hombre y una mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites. Dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo (R.M. RILKE. Elegie duinesi, II pp. 11 y 15). 

Cabe preguntarse cómo es posible mantener esa unidad esponsal, en la condición de los esposos, abierta a dos realidades, una inmanente y otra trascendente. Su clave está en la lógica cristiana, la lógica de la Encarnación o del sacramento, que es una lógica del signo real, que nos invita a la lectura de todas las circunstancias como signo del acontecer de Jesucristo en la historia. La vida de la pareja humana, llamada a entregarse, también experimenta la necesidad de trascenderse en el hijo; su misma realidad vital es un movimiento ascensional, en busca de un sentido total que es escatológico y que responde a una llamada original.

¿Cuál es el arquetipo original de la primera pareja en el designio de Dios?, se pregunta Balthasar. Y se responde, Cristo Esposo de la Iglesia Esposa. El misterio del hombre y de la mujer, según este autor, “no llega a recibir su plenitud misteriosa más que en el mysterium del Cristo-Iglesia”. Esta es la verdad de la nupcialidad, que brota de la entrega de Cristo en la Cruz, para engendrar a su Esposa. Cristo es el alfa y la omega, el principio y el fin de todo lo humano, también del amor esponsal (Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer, el Misterio Nupcial, pp. 140-143). 

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