Venga a nosotros tu Reino

He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos” (Jn 17 6-9). (…) Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad (Jn 17, 16-7). 

Me parece que la oración de Jesús explicita perfectamente la tensión dramática entre el mundo y el reino de Dios. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Pertenecer al mundo significa explícitamente -según estas palabras de Jesús- pertenecer al Maligno. Esta es la razón por la que el mismo Jesús le llama “príncipe de este mundo” (Jn 14,30). ¿Cómo podemos vivir en el mundo sin pertenecer al mundo? ¿Cómo es posible pertenecer al Reino de Dios si aún debemos convivir en los reinos temporales? ¿Es el Reino un estado futuro o algo que quedará instaurado en la tierra? 

La carta a Diogneto insiste en la nítida separación que hay entre el mundo y la auténtica morada de los cristianos: 

“No tienen en consideración el mundo y desprecian la muerte” (I); “Porque los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad ni en la localidad, ni en el habla, ni en las costumbres. Porque no residen en alguna parte en ciudades suyas propias, ni usan una lengua distinta, ni practican alguna clase de vida extraordinaria (V); en una palabra, lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el mundo. (…); Así que los cristianos tienen su morada en el mundo, y aun así no son del mundo. (…) Así el mundo aborrece a los cristianos, aunque no recibe ningún daño de ellos, porque están en contra de sus placeres. (…) los cristianos son guardados en el mundo como en una casa de prisión, y, pese a todo, ellos mismos preservan el mundo (VI).

Las recomendaciones finales hablan con gran determinación de las consecuencias que implicaría reconocer la auténtica patria. 

Luego, aunque tú estás colocado en la tierra, verás que Dios reside en el cielo; entonces empezarás a declarar los misterios de Dios; entonces amarás y admirarás a los que son castigados porque no quieren negar a Dios; entonces condenarás el engaño y el error en el mundo; cuando te des cuenta que la vida verdadera está en el cielo, cuando desprecies la muerte aparente que hay en la tierra, cuando temas la muerte real, que está reservada para aquellos que serán condenados al fuego eterno que castigará hasta el fin a los que sean entregados al mismo (X).

Quien no acepte este planteamiento malinterpretará el sentido del Reino de Cristo, que “no es de este mundo” (Jn 18, 36). “El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17, 20).  Por eso, la Iglesia tiende a ser extremadamente cuidadosa delante de cualquier intento de identificar el Reino de Dios con una realización pasajera: tal pretensión puede ser tanto utópica como diabólica. ¿Significa esto que el mundo no se puede ver transformado a la luz del Evangelio? Evidentemente no es esto lo que se quiere decir. Esta es la razón -por otro lado- por la que la misión de la Iglesia es tan bella como compleja, porque debe mantener una lucha feroz y absolutamente constante para vivir en el mundo, incidiendo en el mundo y transformándolo, sin quedar determinada por él. Pero esta tensión no supone en ningún caso la identificación del Reino de Dios con una disposición temporal, sea esta representada por la Iglesia o por cualquier orden mundano. La Iglesia es signo del Reino, lo anticipa y nos lo hace conocer, pero no lo realiza plenamente. Mucho menos, por supuesto, cualquier articulación política. Por muy buenas intenciones que pueda tener, no supone la llegada del Reino. La aceptación de esta contingencia no es -como muchos creen- una mojigatería, o una debilidad de la fe. Al contrario, es el reconocimiento de la dimensión propia de lo divino y del plan de Dios, que se realiza a su manera y no a la nuestra. Misteriosamente cuenta con nosotros y nos hace partícipes de su plan, pero no para que instauremos nosotros Su Reino según nuestras pretensiones y proyectos. Esta tentación aparece en un momento muy importante, cuando Jesús se está despidiendo de sus discípulos, que le preguntan: “Señor, ¿restaurarás en este tiempo el reino de Israel?” (Hch 1, 6).

Ahora bien, ¿qué significa la petición -que Jesús mismo nos hace aprender- al Padre de que venga sobre nosotros Su Reino? En el Evangelio, cuando Jesús habla del Reino habla en algunos momentos de un estado futuro de cosas. Alude al “Reino de los cielos” en estos casos para expresar con nitidez “lo que está por venir”: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14, 2); “pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre” (Mt 20, 23). “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). Sin embargo, en otros muchos momentos el Reino aparece claramente como algo cuya realización “está cerca” o “ya está aconteciendo”: “sanad a los enfermos que encontréis allí y decidles: “El reino de Dios ya está cerca de vosotros” (Lc 10, 9); “Pero si Yo por el dedo de Dios echo fuera los demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). San Pablo utiliza una expresión muy interesante: “Por lo tanto, vosotros ya no sois extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular” (Ef 2, 19). “Conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. Este es el poder que otorga la fe; no se trata solo de una preparación para la ciudad futura. Se nos ha concedido una nueva ciudadanía, de la que ya participamos como “miembros de la familia de Dios”. 

Por esta razón, de aquí se deriva la interpretación del Reino de Dios como algo que procede de Dios pero que tiene el poder de cambiar y generar una nueva vida. Jesús se refiere a ella cuando dice: «Mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 21). La persona de Jesús ha traído el Reino de Dios al mundo porque Él es Rey; y de la misma manera somos hechos por el bautismo conciudadanos de este Reino. Ya pertenecemos a Su Reino. Es legítimo, por eso, decir tanto que está “dentro” de nosotros como “entre” nosotros (esta es otra traducción del versículo citado) porque el Reino Nuevo se establece como relación, define una serie de relaciones, una nueva forma de estar y habitar el mundo: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre allí estoy yo” (Mt 18,20).

Es evidente que esta nueva ciudadanía es capaz de redefinir la ciudadanía temporal, de renovarla y revisarla, siempre y cuando no identifiquemos perfectamente una con la otra. “La ciudad de Dios” agustiniana se articula entre estas distintas modulaciones del Reino; históricamente la ciudad terrenal ha mostrado en algunos momentos de una manera más clara su fundamento espiritual, clarificado y sostenido por la Iglesia; y en otros, menos. Pero en un caso y en otro -y esto es lo que me parece relevante- es posible vivir a la luz del Espíritu de Dios, es posible que la vida mundana quede atravesada por una vida nueva. Esta es la razón última por la que toda tentativa humana debe quedar purificada y cribada, con la conciencia de que solo el poder de Dios podrá renovarlo todo:

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: he aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que está sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas  (Ap 21, 1-5). 

Atravesando toda apariencia, la visión profética de Juan ilumina lo que debe acontecer; hasta ese momento, la Iglesia vive en la encrucijada. Por un lado, vive de Su memoria: “Recordad las maravillas que él ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca” (Sal 105); por otro, espera en sus promesas: “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped 3, 13). Pero la Iglesia no se limita a constatar meramente “lo que fue” ni tampoco a declarar simplemente “lo que será”. Entre la memoria y la promesa, se realiza Su obra. Por eso debemos pedir más insistentemente: “venga a nosotros tu Reino”; “y el Espíritu y la esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que desea, que tome gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22, 17). Por eso, el cristianismo no puede vivir solo de la memoria, que inevitablemente decaería en nostalgia; ni de la promesa, que decaería fácilmente en desesperanza. Este es el poder del Espíritu de Dios, que actúa a través de aquellos que invocan Su nombre. Al cristiano se le ha dado esta autoridad. Por su petición, el Reino llega, se acerca y se hace familiar al hombre. Y si Cristo, que es Rey, tiene la potestad de hacer “nuevas todas las cosas”, le debemos pedir que “envíe su Espíritu y renueve la faz de la tierra” (Sal 103). 

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