El objetivo que nos proponíamos era poder alcanzar la paz del corazón. Describimos cómo la entienden los padres del desierto, y el elemento final para alcanzarla: la liberación de las pasiones.

Hemos comprendido grandes claves a lo largo del recorrido que hemos hecho, y seguramente hemos avanzado en algunos aspectos. Sin embargo, aún sabiéndolo, fallamos continuamente. No te desanimes. Esto es lo que hemos oído de estos grandes maestros: que la vida es un camino, un proceso, y que Jesús mismo dice: “En la vida tendréis luchas, pero no tengáis miedo, Yo he vencido al mundo. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Evagrio, padre del desierto del siglo IV, fue un maestro de monjes de grandísima influencia en el Oriente cristiano, y también en el Occidente. 

El maestro dijo: La purificación del corazón hace inquebrantable el espíritu del hombre, y le vuelve apto para recibir el estado que busca. La oración es la conversación de nuestro espíritu con Dios. Pero ¿qué estado le será necesario alcanzar para avanzar sin retroceder, para ir hacia su Señor y conversar con él sin ningún intermediario? Moisés, cuando quiso aproximarse a la zarza ardiente, se vio imposibilitado hasta no haberse quitado el calzado. ¿Cómo pretender ver a aquel que sobrepasa todo entendimiento y todo sentimiento, sin despojarnos antes de todo pensamiento apasionado?”.

La palabra “pensamientos apasionados” nos puede resultar rara. Son lo que llamamos “pasiones” en el sentido negativo. Es decir, fuerzas que en nosotros se han hecho hábito, y que nos arrastran a hacer el mal que no queremos, como confiesa el mismo san Pablo. Realmente, no podemos llegar a vivir sin su influencia. Pero los padres del desierto nos enseñan que se puede ir llegando poco a poco -y con mucho combate- a un estado de “aquietamiento” de esas pasiones que en griego se llama “apatheia”. Evagrio sintetizó las ocho pasiones fundamentales que nos afectan: cólera, ambición, voracidad, acedia, tristeza, lujuria, vanidad, orgullo y soberbia. De aquí que los llamamos “pecados capitales”, es decir, que son las raíces o cabezas de las demás (cápita es cabeza en latín). Hablar de esto a veces nos cansa un poco porque lo hemos recibido, normalmente, desde una perspectiva moralista: “Son pecados y debemos evitarlos. No hay más”. No estamos hablando de eso, sino que Evagrio nos explica que cuando llegamos a la oración (o mejor, en nuestra relación con Dios que abarca nuestra vida entera, y la transforma, toda ella, en oración), muchas veces nos encontramos distraídos, fríos, o simplemente no se nos hace fácil la “conexión”. Es que en nosotros además del ruido externo (hablamos de la custodia del corazón), y de los pensamientos malos que nos habitan, con sus mentiras y sus miedos (también hablamos de ello), hay además una fuerza espiritual, psicológica y, a veces, hasta física, que nos tira en dirección contraria. Evagrio dice: 

“La oración es un retoño de una actitud dulce hacia los demás, y de la ausencia de cólera”.

“La oración es un fruto de la actitud de alegría y gratitud”.

“La oración existe donde no se le da cabida a la tristeza y la desesperanza”.

“Si quieres orar dignamente, renuncia a ti mismo a cada instante y ante toda clase de pruebas, toma sabiamente tu partido por el amor a la oración”.

“De toda pena aceptada con sabiduría encontrarás el fruto a la hora de la oración”.

“El rencor ciega las facultades del que ora y hace descender tinieblas sobre su oración”.

“Armado contra la cólera, no admitirás jamás la ambición, pues la ambición alimenta la cólera, la que a su vez empaña la visión de la inteligencia y altera el estado de oración”.

Aquí recordemos que no es lo mismo “sentir” la tentación de cólera o rencor, que “consentir”, es decir, que con la voluntad yo decido seguir esa tendencia. No podemos evitar “sentir” esas pasiones, pero sí podemos y debemos luchar contra ellas, no “consentirlas” en nuestra vida. Entonces nuestra conciencia estará bien orientada y podremos “conectar” con el Señor en paz. Por tanto, si vemos que esa “conexión” falla revisemos nuestras pasiones: ¿tengo que perdonar a alguien? ¿Me he enfadado con alguien? ¿Tengo algún deseo (de cosas buenas) de algo que pongo por encima de todo (a esto lo llamamos ambición o codicia)? Etc. Por eso, cuando comencemos la oración, tal como os expliqué el último día, pronunciando el nombre de Jesús, dejemos que estas cosas vayan saliendo a la luz (también se lo podemos pedir explícitamente al Espíritu Santo: “Señor, ilumina las tinieblas de mi corazón” o “Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo”, etc.). Y según viene tal o cual sentimiento/pensamiento a los que llamamos “pensamientos apasionados”, ríndelo ante Jesús, pronuncia su Nombre sobre ello, entrégaselo, y si puedes haz una pequeña oración “en contra de” él (en griego se dice “antirrética”, Evagrio tiene un libro entero sobre frases del Evangelio que podemos usar “en contra de” los pensamientos apasionados).

A veces, todo nuestro rato se va en ello y ha sido una oración muy aprovechada, porque debemos saber que sin esta sinceridad del corazón no habrá oración ni comunión con Dios verdaderas, y éstas son la fuente de la paz del corazón. En síntesis, no te asustes, no se supone que ya tendrías que estar libre de estas pasiones, todo lo contrario. Tampoco se trata de que te pongas a luchar contra ellas con tus fuerzas, de forma muy sistemática y ordenada. Se trata de traer tus obras a la luz como dice Jesús, para que sea Él, que es la Luz misma, quien vaya desprendiendo tu corazón de su influencia. ¿Recuerdas lo que dijo Macario del Fuego interior que vence el fuego exterior? El fuego exterior son las pasiones. El interior el Espíritu Santo. Cuanto más de Él menos fuerza tiene aquel. Enfócate en el Señor, búscale con todo el corazón, invoca su Nombre, salmodia, persevera, acude a María, no desesperes. Cuanto más te estés acercando a esa paz, más combate y ruido van a hacer los demonios alrededor tuyo. No temas. Contigo está tu Maestro interior, y Él te guía, lo ha hecho y lo seguirá haciendo. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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